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Dentro de cada persona existe una de las redes más complejas y alucinantes que se puedan

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imaginar, nuestro sistema de defensa interno. Pero a ver, no es solo un sistema, es un ejército,

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uno increíblemente sofisticado, y hoy vamos a conocer a sus soldados.

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Pensemos en ello un segundo. Ahora mismo estamos librando una guerra silenciosa contra un ejército

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de invasores que ni siquiera vemos. Entonces, ¿cómo es posible que sigamos aquí tan tranquilos?

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Pues la respuesta está en el héroe anónimo de esta película, nuestro sistema inmunitario.

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Vale, pues vamos al lío. El cuerpo tiene, básicamente, dos grandes estrategias de defensa.

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Por un lado está la inmunidad innata, que es como la policía local de una ciudad. Siempre

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está patrullando, actúa súper rápido, pero es un poco generalista. Y por otro,

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tenemos la inmunidad adaptativa. Estas son las fuerzas especiales, los GEOS. Tardan más en

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movilizarse, pero cuando lo hacen, diseñan un plan a medida y, lo más importante, se acuerdan de la

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cara del enemigo para siempre. Pero claro, antes de que empiece ninguna batalla en el interior,

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el cuerpo es muy listo y ya tiene unas murallas impresionantes. Son barreras pasivas, pensadas

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para que los malos ni siquiera puedan entrar. Y esta primera línea de defensa es una pasada,

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de verdad. Tenemos la piel, que es el muro más obvio. Luego están las mucosas, que son como

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trampas pegajosas. Las secreciones, como las lágrimas o la saliva, son pura guerra química

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para fulminar gérmenes. Y, por si fuera poco, tenemos aliados, nuestra flora bacteriana,

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que son como ocupas buenos que no dejan sitio para que se instalen los patógenos.

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¿Pero qué pasa si se cuela alguien? ¿Si se abre una brecha en el mur? Pues ahí es

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cuando suenan las alarmas y se activa la primera unidad de respuesta. La inmunidad innata entra

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en acción pero ya, para contener la amenaza. La clave de todo esto es el tiempo. Fijaos

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en la escala. Estamos hablando de horas. Desde que empieza la infección, la respuesta innata se

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despliega casi al instante. Sus tropas de choque, los fagocitos, saltan a la acción de inmediato

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para intentar parar el golpe. Su táctica principal seguro que nos suena a todos, la inflamación.

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Cuando te das un golpe, se pone rojo, caliente, hinchado, ¿verdad? Pues eso es. Primero, las células

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heridas gritan ayuda con una alarma química. Eso hace que la zona se inflame para cordonarla. Así

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pueden llegar los refuerzos, los fagocitos, que se encargan de devorar a los invasores y limpiar

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todo el desastre. Y ese proceso de comerse a los malos se llama fagocitosis. Es como tener un

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ejército de Pac-Mans internos patrullando sin parar, engullendo cualquier cosa que no debería

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estar ahí. Lo más curioso es que es la forma de inmunidad más antigua que existe evolutivamente.

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Pero, ¿y si la policía local no es suficiente? Si la amenaza es muy gorda, es el momento de

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llamar a los especialistas. Vamos a ver cómo se despliega la respuesta más inteligente y precisa

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que tiene el cuerpo. Si volvemos a la línea de tiempo, el cambio es brutal. Pasamos de horas a

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días. Y es que las fuerzas especiales necesitan este tiempo para analizar al enemigo, para fabricar

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armas a medida y para preparar a sus dos cuerpos de élite, los linfocitos B y los linfocitos T.

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Dentro de estas fuerzas especiales hay dos divisiones. La inmunidad humoral con los

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linfocitos B, que son como los francotiradores, fabrican armas a distancia, los famosos anticuerpos.

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Y luego está la inmunidad celular, con los linfocitos T, que son la infantería, los del

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cuerpo a cuerpo. Su misión es súper delicada, destruir nuestras propias células si han sido

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infectadas por el enemigo. ¿Y cómo saben a quién atacar? Pues gracias a los antígenos. Es como el

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uniforme del equipo contrario. Son moléculas que están en la superficie del patógeno y que

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básicamente lo delatan. Gritan, ¡eh, que soy el malo! El arma estrella de los linfocitos B es el

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anticuerpo, y su diseño es una genialidad. Esa forma de Y es clave, la base es siempre igual,

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pero los extremos de arriba se pueden personalizar. Así, cada anticuerpo se fabrica para encajar con

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un antígeno concreto, como una llave en su cerradura. Cuando lo engancha, lo marca para

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que sea destruido. Pero el verdadero superpoder del sistema adaptativo es la memoria, y este

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gráfico lo muestra perfectamente. La primera curva, la respuesta primaria, es lenta y más

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bien modesta. Pero ojo a la segunda curva, cuando el mismo enemigo vuelve. ¡Bum! La reacción es casi

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inmediata y muchísimo más potente. ¿Por qué? Porque hay células veteranas de la primera batalla

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que se quedaron ahí y se acuerdan perfectamente del enemigo. Y claro, esta capacidad de memoria

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es algo que hemos aprendido a usar a nuestro favor. Podemos entrenar a nuestro ejército interior de

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forma proactiva, preparándolo para el combate sin tener que librar la guerra de verdad.

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Para este entrenamiento tenemos dos herramientas principales. Por un lado las vacunas, que son

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como un simulacro de combate. Le enseñamos al sistema inmunitario a un enemigo debilitado o

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un trozo de su uniforme para que aprenda a reconocerlo y cree memoria. Es algo preventivo

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y duradero. Los sueros, en cambio, son refuerzos inmediatos. Te dan los anticuerpos ya fabricados

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por otro. Es una solución para curar, para ya, pero es temporal. Y esto de entrenar a nuestras

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defensas no es nada nuevo. La idea empezó a gestarse en el siglo XVIII con Jenner y la

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viruela. Pasteur la perfeccionó en el XIX y a día de hoy, en el siglo XXI, seguimos desarrollando

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vacunas cada vez más sofisticadas para hacer frente a todo tipo de amenazas. Sin embargo,

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un sistema tan poderoso y complejo a veces puede fallar. Y estos fallos pueden llegar a ser tan

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peligrosos como la propia infección que intentan combatir. El primer tipo de fallo es la

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inmunodeficiencia. Ocurre cuando el ejército está débil, bajo mínimos o directamente no está. El

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resultado, el cuerpo queda totalmente vulnerable a infecciones que en condiciones normales serían

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inofensivas. El segundo fallo es, quizá, el más retorcido. La autoinmunidad. Aquí el sistema se

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confunde y no distingue lo propio de lo ajeno. Es el equivalente al fuego amigo. Las defensas del

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cuerpo empiezan a atacar a sus propias células sanas. Y finalmente, la alergia. En este caso,

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el sistema de defensa confunde algo que es totalmente inofensivo, como el polen, con una

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amenaza gravísima y lanza una respuesta absolutamente desproporcionada, causando

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todos esos síntomas que tan bien conocemos. Y esto nos lleva a la reflexión final. Hemos visto

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un sistema que aprende, que recuerda y que se adapta. Un ejército interior de una complecidad

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asombrosa. La pregunta que queda abierta es ¿qué seremos capaces de conseguir cuando aprendamos a

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dirigir todo su potencial? La respuesta, sin duda alguna, definirá el futuro de la medicina.