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Lectura de la autobiografía de Ramón y Cajal (Real Academia de Medicina) - Contenido educativo
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Alumnado del centro fue invitado a leer y escuchar la lectura de unos fragmentos de la autobiografía de Ramón y Cajal en la Real Academia de Medicina)
Acobardados por aquel régimen de terror, entrábamos en clase temblando, y en cuanto
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comenzaban las conferencias, sentíamos tal pavor que no dábamos pies con bolo. Pobre
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del que trabucaba en la conjugación de un verbo o de que el balbuceaba en la declinación
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del cuisnán, cuainán, cuodnán, o del menos estrafalario, cuincuncuén. Los correazos
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caían sobre él como torrencial aguacero, aturdiéndole de cada vez más e inhibiendo
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su débil retentiva. Al abandonar el aula, nuestras caras irradiaban la alegría bulliciosa
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de la liberación, sin considerar, pobretes, que al día siguiente debían renovarse el
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vapuleo, entregando nuestras muñecas, no bien deshinchadas, aún de las ronchas del
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día anterior a la terrible correa del domine. El educador que comienza pronto a castigar
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corre el riesgo de no acabar jamás de castigar. El empleo exclusivo de la violencia, sin las
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prudentes alternativas de la bondad, de la indulgencia y aún del halago, embota rápidamente
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la sensibilidad física y moral y mata en el niño todo resto de pudor y de dignidad
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personal. A fuerza de oírse llamar torpe, acaba por querer que lo es e imaginar que
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su torpeza carece de remedio. Tal me ocurrió a mí y a muchos de mis camaradas, insultados
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y azotados desde los primeros días y persuadidos de que aquel trato carecía de término. Huimos
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a aceptar filosóficamente nuestro papel de pigres y de víctimas, buscando el remedio
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en adaptación al castigo. En nuestra ingenuidad, creíamos que la mejor manera de vengarnos
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era ser lo contrario de lo aconsejado por el domine.
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Aparte de mis distracciones, adolecía yo de un efecto fatal, dado el régimen pedagógico
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imperante. Mi retentiva verbal era infiel, faltóme siempre, y de ello hablaré más
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adelante. Esa vivacidad, seguridad y limpiez de palabras signos característicos de los
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temperamentos oratorios. Y para colmo de desgracia, dicha priminosidad exagerabase enormemente
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con la emoción. En cambio, mi memoria de ideas, sin ser notable, era pasadera y regular
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mi comprensión. Mi padre había ya reparado en ello, por lo cual solía prevenir a mis
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preceptores, diciéndoles, tengan ustedes cuidado con el chico, de concepto le aprenderá
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todo, pero no le exijan ustedes las lecciones al pie de la letra, porque es corto y encogido
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de expresión. Discúplele ustedes si en las definiciones cambia palabras empleando
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voces poco propias. Déjenle explicarse, que él se explicará. Desgraciadamente, pocos
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profesores tuvieron en cuenta tan prudentes avisos. Jamás se aguardaron para juzgarme
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a que me explicara. El mal nace, según nota muy bien Herbert Spencer, de que el maestro
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debiera ser exquisito psicólogo, cuando, por desgracia, no es otra cosa, por punto
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general que recitar rutinario de textos y de fórmulas tradicionales. Por ley de herencia,
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se suele ejecutar en sus discípulos de mala obra que sus maestros le hicieron. Y al hablar
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así, aludimos, no sólo a mis maestros de jaca, sino a la mayoría de nuestras instituciones
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de enseñanza. Pero de este grave defecto lo haré más adelante. Consecuencia de esta
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actitud docente es cierta y equivocada apreciación de las aptitudes. Estímanse como colares
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relevantes y loades de su gestibilidad. El automatismo nervioso, y como defecto bitando
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dignos de corrección y vituperio. La espontaneidad del pensamiento y del espíritu crítico. Norma
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común en este linaje de maestros es tomar la viveza por despejo, la retentiva por talento
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y la docibilidad por virtud.
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...suelen gozar de mediano intelecto para las ciencias y la filosofía. Fácil sería
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recordar otros testimonios, el de Loque, por ejemplo. He consignado varias veces el pavor
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que nos infundía el padre Jacinto. Aunque sea insistiendo una vez más en el tema, recordaré
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cierto suceso que acredita cuánta era la fuerza de aquel hombrón consotana. A un infeliz
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llamado Barba, que amedrentado y aturdido había contestado no sé qué de Satino, descargóle
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el domine tan formidable trompada, que lanzó al quitado, a guisa de proyectil, contra una
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pizarra distante de lo menos dos metros. La violencia del choque derribó el encerado,
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rompió el caballete que lo sostenía, y del rebote de aquel y del volar de las astillas
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de este, quedaron mal parados dos pobres muchachos más. Semejante régimen de intimidación
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y de castigos rigurosos daba resultados contraproducentes. Nuestra conducta empeoraba de día en día,
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se nos acostumbraba demasiado al bochorno y se embotaba el pundonor. Caíamos tan bajo
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que perdíamos la esperanza y hasta el deseo de elevarnos. Para aquellos educandos el educador
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no era ya el guía paternal, sino el adversario que abusaba de sus fuerzas y de cuya superioridad
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física sólo podían vengarse con la impasibilidad y la desobediencia.
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Digan lo que quieran los partidarios de la ortopedia moral, el empleo discreto y preferente
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del halago y de la persuasión, con alegación de los motivos racionales de cada mandato
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y, sobre todo, la confianza fingida o real en el talento potencial del niño, talento
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que sólo espera ocasión propicia para manifestarse, constituyen recursos pedagógicos muy superiores
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a los castigos corporales.
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Afortunadamente, hallaba yo en el cultivo del arte y en la contemplación de la naturaleza
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grandes consuelos, en presencia de aquella decoración de ingentes montañas que rodean
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la histórica ciudad del Aragón. Olvidaba mis bochornos, desalientos y tristezas, porque
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el panorama del Valle de Jaca es uno de los más bellos y variados que nos ofrece la cordillera
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prienaica. La ciudad misma tenía para mí inefables encantos. Gustábame saborear las
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bellezas de su vieja catedral, encaramarme en las murallas y explorar torreones y almenas.
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¿Cuántas veces? Sentado en el alto de un baluarte y explorando la llanura a guisa
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de licia medieval por las angostas ballesteras. Daba rienda suelta a mis ensueños artísticos
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y me consolaba en mi soledad sentimental. De cuando en cuando, la aparición de una
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friolera lagartija o el vuelo del Milano sacábame del ensimismamiento, despertando
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mis aficiones de naturalista. Para estas correrías de tejas arriba, dábame grandes facultades la casa
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de mi patrón, cuyo huerto lindaba con un torreón de la muralla. Como es natural, en Jaca hay también
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amigos y camaradas con quienes compartir juegos y travesuras. País extremadamente frío el jaquense.
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Nuestra diversión favorita consistía, durante el invierno, en arrojarnos a la cabeza bolas de
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nieve, en cuya diversión tomaban par de hasta las señoritas, que disparaban sus proyectiles a
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mansalva desde ventanas y balcones. Cuando los glaciales cierzos del enero formaban grandes
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taludes de nieve junto a las murallas. Nuestro predirecto deporte consistía en socavar en el
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espesor de aquella corredores y aposentos. Otras veces, con nieve apretada, construíamos casas,
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roqueros castillos y cavernas de trogloditas. El hábito de bregar diariamente con nieves y
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carámbanos bien pronto me hizo insensible al frío, endureciendo mi piel y adaptándome
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perfectamente al riguroso clima montañés. Sin embargo, los juegos en cuadría no me interesaban
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tanto, como los paseos y excursiones solitarias. Una de mis giras prehilectas era bajar al río
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Dragón, corretear por los bordes de su profundo y peñascoso cauce, remontando la corriente hasta
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que me rendía el cansancio. Sentado en la orilla, embelesábame contemplando los cristalinos
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raudales y atisbando, a través del inquieto oleaje, los plateados pececillos y los pintados
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guijarros del albeo. Más de una vez, enfrente de algún peñasco desprendido de la montaña,
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intenté, aunque en vano, copiar fielmente en mi álbum los cambiantes fugitivos de las olas y las
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pintadas piedras que emergían a trechos cubiertas de verdes musgos. A menudo, tras largas horas de
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contemplación, caían duces o por. El suave rumor del oleaje y el tintineo de las gotas al rebalar
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sobre los guijarros paralizaban mi lápiz, anulaban insensiblemente mis ojos y creaban en mi cerebro
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un estado de subconciencia, propicio a las fantásticas evocaciones. El murmullo de la
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corriente adquiría poco a poco el timbre de la trompa guerrera y el susurro del viento parecía
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atraer de las azules playas del pasado la voz de la tradición, henchida de ricas gestas y de doradas
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leyendas. Este es, pensaba mi modo, el río sagrado del solar aragonés, el que fecundó las tierras
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conquistadas por nuestros antepasados, el que dio nombre a un gran pueblo y hoy simboliza aún toda
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su historia. Nacido en los valles del Pirineo por la fusión de neveras y la afluencia de frígidos
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veneros, crece caudaloso por el valle de Jaca y desagua generosamente en el Ebro. Así, la raza
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montañesa pero valerosa y libre en los angostos valles pirenaicos corrió por el ancho
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cauce de la patria aragonesa, a su vez desembocada también a impulsos de altos móviles
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políticos en el dilatado mar de la patria española. Sus frías corrientes temblaron el acero de los
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héroes de la reconquista. Ellas son acaso las que, circulando por nuestras venas, templan el
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resorte de la voluntad obstinada de la raza. Mi inspiración suprema era remontar el río
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sagrado, descubrir sus fuentes e ibones y escalar las cimas del Pirineo. Tentación perenne a mi
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codicia de panoramas nuevos y de horizontes infinitos. ¿Qué habrá allí? Me preguntaba
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a menudo. Tras esos picos gigantes, blancos, silenciosos e inmutables, ¿se verá Francia?
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Quizá sus verdes montañas, sus fértiles valles y sus bellísimas ciudades. ¿Quién sabe? Si desde
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la ingente cumbre del col de ladrones o de la cresta divisoria del Sumport no aparecerán lagos
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cristianos y serenos bordeados por altísimos cántiles de pintada roca, por cuyos escalones
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se despeñen irisadas cascadas. ¿Qué asuntos más cautivadores para un lápiz romántico?
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Por desgracia carecía de dinero y libertad para emprender tal larga y peligrosas excursiones. Con
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todo tan resuelto estaba a saciar mi frenética pasión por la montaña, que en una ocasión me
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aventuré por la carretera de Can Franc y llegué por encima de Villanueva, al pie del célebre col
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de ladrones, pero cerca a la noche, informando por un pastor que faltaba aún horas, aún cuatro horas,
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lo menos para ganar la cima. Tuve el disgusto de renunciar a la empresa, regresando mustio y
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caricontecido. Otra vez me propuse trepar hasta la cresta de Lurel. Más sólo pude ganar, faltó, más
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sólo pude ganar. Falto de tiempo en las primeras estribaciones cubiertas de selvas seculares, en mi
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ansia de locas aventuras. Hubiera dado cualquier cosa por toparme con un oso o un jabalí
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descomunal, o siquiera con inofensivo corzo. Por desgracia, defraudado en mis esperanzas, retorné a
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casa despeado, sudoroso, hambriento, derrotado de ropa y zapatos y, lo que más me desconsolaba, sin
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poder contar a los amigos ningún lance extraordinario. De alguna excursión, harto más larga y cómoda, como
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por ejemplo la hecha a San Juan de la Peña. Trataremos en más oportuna ocasión.
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Dejo apuntado ya en otra parte que no sentía la menor afición por los estudios llamados clásicos,
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y singularmente por el latín, la filología y la gramática. Vivía aún en esa dichosa edad en que el
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niño siente más admiración por las obras de la naturaleza que por las del hombre. Época feliz cuya
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única preocupación es explorar y asimilarse al mundo exterior. Mucho tiempo debía transcurrir aún
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antes de que esta fase contemplativa de mi evolución mental cediera su lugar a la reflexiva y pudiera el
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intelecto, maduro para la comprensión del abstracto, gustar de las excelencias y primores de la
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literatura clásica, las matemáticas y la filosofía. Esta sazón llegó también, pero muy tardíamente,
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como veremos más adelante. Por entonces, pues, más que el insuflime martilleo de las conjugaciones
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y las enrevesadas reglas de la construcción latina, atrállame, según dejó consignado, los pintorescos
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alrededores de la ciudad, cuya topografía general, carreteras, caminos, senderos, ríos, ramblas,
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fuentes, regatos, regajos y flora y fauna llegas a ver al derillo. Hombre de tesón, el padre Jacinto
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había dado palabra solemne de domar el potro y se propuso cumplirla todo trance. Se imponía en
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pero un cambio de plan. Vista la inutilidad de los castigos contra los cuales hallábame perfectamente
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vacunado, acordaron los dómines ensayar conmigo la pena del ayuno. Todas mis faltas costaban en
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un libro especial llevado por uno de los alumnos mimados, el primero del bando cartagenés.
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Desgraciadamente, mis débitos carecían de continuo y, no pudiendo ser pagados sin una razón de ayuno
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por día, temíose fundadamente que el curso entero fuera insuficiente para enjugar el déficit. Al
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objeto, pues, de aligerar la deuda, conmutaronse algunos ayunos por sentatandos de correazos y
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aún por exhibiciones afrentosas, mas todos los arbitrarios fueron vanos. Estábamos en abril y
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mi deuda apenas había disminuido, no obstante lo macizo de mis espaldas y las torturas de mi estómago.
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Cada día, como dejo dicho, debía cumplir mi condena. Al acabar la clase se me encerraba en el
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aula, quedándome sin comer hasta la noche. Poco a poco me transformé en comensal veinticuatreno. Al
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principio mi estómago protestó algo, mas siguiendo el ejemplo de mi piel acabó por acomodarse. Enmienda
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ni pizca. ¿Qué digo? Ocurrió todo lo contrario. Discurriendo con la lógica del pigre, considere
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que he llegado al límite de la pena igual dado a pecar por uno que por ciento. Y puesto que el
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fallo irremediable, el temible suspenso, tenía lo descontado, acabé por echarme la vergüenza
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en la espalda y dime con furia de enredar y hablar en clase, a distraer a mis camaradas
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con caricaturas grotescas y a tramar. En fin, todo género de burlas y desafuerzos.
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Con todo eso, transcurridos algunos meses del citado régimen dietético, reflexioné si no
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sería posible retornar alguna vez al ritmo alimenticio natural, comiéndome de día como
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todo el mundo y evitando así la dilatación estomacal. Obligada a consecuencia de concentrar
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en un solo envase y en un solo plato, más o menos recalentado, las medidas de dos llantares y dos
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digestiones, el proyecto merecía ensayarse y se ensayó. En efecto, aprovechando un día la falta
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de vigilancia de los claustros, motivada por su culento banquete con que los padres celebraban
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no sé qué fiesta, probé mover el muelle de la ferraja de mi cárcel con diversos objetos. Cierto
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lapicero sirvió de palanca, cedió el muelle, corrí prestamente el pestillo y salíme de rondón. Eureka,
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había descubierto el secreto de comer diariamente. Al presentarme en casa sorprendí mucho a mi patrona,
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que se había acostumbrado ya a suprimir mi parte de la común refacción. Más la alegría dura poco
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en casa de los pobres. A pesar de mi cautela, abriguaronse mis escapadas y castigóseme
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rigurosamente, haciéndome pasar además por la frente de vestirme de rey de gallos. Se me atavió
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con grotesca o palanda y se me tocó con mitra descomunal, hornada de plumas multicolores.
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Parecía un indio bravo. Mi fínica tranquilidad al ser paseado por entre las camaradas exasperó al
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padre Jafindo, que me añadió de propina algunos cachetes y pescofones. Yo le miraba frío,
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iracundo, sin pestañear. Mi rencor, o si se quiere, mi dignidad ultrajada, no me consistió
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llorar y no lloré. ¿Qué venganza mejor podía tomar contra mis opresores? En los días siguientes
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cambióse la ferraja y arrefió la vigilancia de tal manera que todos mis arbitrios quedaron
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frustrados. Recuerdo que un jueves los buenos de los frailes se olvidaron de libertarme a la
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nochefer. Y así hube pasado la noche en el aula, acostado en un banco, tiritando de frío, sin comer
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ni beber en treinta y dos horas. Al día siguiente, acabada la clase, dejaronme ir a comer, excusando
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el olvido. Ofioso es decir que cuando me irritó la negligencia de mis guardianes, juré no sufrir
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nuevamente trance semejante. Y así, durante las horas del próximo enfierro, dime imaginar el modo
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de liberarme de una de mis cotidianas gafufas. El aula donde se me encerraba estaba en el piso
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primero y tenía ancho ventanal, que daba al jardín del colegio. Subí al estrado, saqué la cabeza por
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la ventana y exploré la topografía del jardín, la altura de las tapias y la posición de los árboles.
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Este rápido examen sugirióme un plan osado y peligroso, pero factible, que debía poner en
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práctica al siguiente día. Consistía en convertir la pared, por debajo de la ventana, en una especie
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de escalera de estacas y de grietas, que permitía defender desde aquella hasta el alto de un emparrado
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arremado al muro.
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Para realizar mi empresa, cierta noche de luna escalé desde la calle a las tapias del cercado,
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crucé los paseos del huerto y llegué hasta el pie del muro que soportaba mi cárcel. Trepé
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enseguida hasta el alto del emparrado y, encaramado en sólido madero, descarné en dos o tres parajes
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las conturas de los ladrillos, fijando, para mayor seguridad, dos cortas estacas a diversas alturas.
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Mi plan sería pedir de boca. Al siguiente día, y cuando los escolapios llantaban en el refectorio,
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escabullíme apoyando los pies en las grietas y estacas del muro. Gané el jardín, metíme en
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cierto patio comunicante con este y pude, en fin, renovar triunfante la salutífera costumbre de comer
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en casa, con gran sorpresa de mi tío que, teniendo pésimos informes de mí, extrañó tan rápido el
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arrepentimiento. Para evitar sospechas, una vez saboreado el condumio y antes de que mis
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profesores terminaran las pláticas de sobremesa, me restituía a mi encierro donde, a la tarde,
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me encontraban con aire plácido y resignado. Transcurrieron así bastantes días sin tropiezo.
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Orgulloso estaba de mi invención, por cuya virtud había regularizado el régimen digestivo, pero el
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diablo que todo lo enreda hizo que algunos de mis camaradas, casi tan torpes como yo, y a quienes se
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condenaban de vez en cuando a la pena de encierro, averiguasen mi procedimiento de evasión y se
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propusieran aprovecharlo sin estudiar a fondo la topografía del huerto y los accidentes del muro.
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Anticipada contra mis consejos la hora de la liberación, se enredaron en el juego de estacas
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de la pared y, cogidos sin fraganti, precisamente en el momento de ganar el patio, fueron severamente
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castigados, confesando su delito y el plan de ejecución, y los ingratos delataron al inventor
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de la traza. La indignación de los frailes contra mí fue enorme. Hablaban de expulsarme y de formarme
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consejo de disciplina. Consternado estaba yo al presumir las terribles represalias. Al fin dejé
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de asistir a clase y escribí a mi padre lo que pasaba. No hay que decir el disgusto de mi padre
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al conocer mi desaplicación y el triste concepto en que mis preceptores me tenían. Tentado estuvo
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por abandonarme a la indignación de los dómines, caso de que éstos consintiesen en admitirme en
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el colegio. Sin embargo, sus sentimientos de padre se sobrepusieron a todo, y escribió a los
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escolapios rogándoles que pudiesen algo en sus rigores para conmigo, en consideración a mi salud
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gravemente quebrantada por el régimen de los diarios ayunos y de las correcciones harto contundentes.
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Al efecto moral de la carta se juntó también la recomendación verbal de mi tío, que tenía
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alguna amistad con los dómines. Los citados rugos produjeron impresión. En todo caso, cesaron mis
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encierros. Las campanas de mis tripas tocaron la gloria. Tuve, pues, los últimos días del curso, la
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dicha de alimentarme como todo el mundo, aunque tan desusado el régimen cogiera de nuevas a mi
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estómago. Resignado ya a funcionar por acumulación y a grandes intervalos cual molleja de buitre.
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Descontado estaba, después de lo dicho, el fatal desenlace. El suspenso parecía irremisible.
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Más a fin de parar al golpe, si ello era posible, mi progenitor buscó recomendaciones para los
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catedráticos del Instituto de Huesca, a quienes incumbía la tarea de examinar en Jaca. Precisamente
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uno de ellos era don Vicente Ventura, gran amigo suyo. Este redentor mío estaba agradecido y obligado
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a las proveizas quirúrgicas de don Justo, por haber sanado a su mujer de gravísima dolencia que exigió
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peligrosa intervención. Llegado el examen, propusieron los frailes, según era de prever, mi suspensión.
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Pero los profesores de Huesca, apoyados en un criterio equitativo y recordando que habían sido
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aprobados alumnos tan pigres o más que yo, aunque bastante más dóciles, lograron mi indulto.
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Cuando regresé a Yerbe en las próximas vacaciones, mi pobre madre apenas me reconoció. Tal me pusieron
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el régimen del terror y el laconismo alimenticio. De mí podía contarse con verdad cuanto que
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vedo dice en su gran tacaño de los pupilos del Domine Cabra. Seco, filamentoso, poliédrica la
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cara y hundidos los ojos. Largas y juanetudas las zancadas. Afilados la nariz y el mentón,
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semejaba tísico en tercer grado. Gracias a los mismos de mi madre y a la vida de aire libre y
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la suculenta alimentación, recobré pronto las fuerzas. Y viéndome otra vez lustroso y macizo,
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volví a tomar parte en las peleas y zalagardas de los chicuelos de Yerbe. En aquel verano,
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mis juegos favoritos fueron los guerreros, y muy especialmente las luchas de onda, de flecha y de
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boxeo. Pronto las encontré sosos infantiles. Yo que hacía más altas hazañas, aspiraba al cañón
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y a la escopeta, y me propuse fabricarlos fuese como fuese. Para dar cima a la ardua empresa,
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tomé un trozo de viga remanente de cierta obra de albañilería hecha en mi casa, y con ayuda de
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gruesa barrena del carpintero, y a fuerza de trabajo y paciencia, labré en el eje de un tubo,
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y alisé después todo lo posible a favor de una especie de sacatrapos envuelto en lija. Para
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aumentar la resistencia del cañón, lo reforcé exteriormente con alambre y cuerda embreada,
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y a fin de evitar que al cebar la pólvora se ensanchase el oído y saliese el tiro por él,
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lo guarnecí mediante ajustado canuto de hoja de lata desprendido de vieja alcuza.
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Engreído y satisfecho estaba con mi cañón, que encomiaron extraordinariamente los amigos. Todos
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ardíamos en deseos de enseñarlo. Fue mi intención añadirle ruedas antes de la prueba oficial,
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pero mis camaradas no lo consintieron. Tan viva era la impaciencia que sentían por cargarlo
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y admirar sus formidables efectos. Después de madura deliberación, decidimos izar el cañón
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por encima de las tapias de mi huerto y ensayarlo sobre la flamante puerta de vecino cercado,
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puerta que daba cierto callejón angosto bordeado de altas tapias y apenas frecuentado. Cargóse a
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conciencia la improvisada pieza de artillería, metiendo primero un buen puñado de pólvora,
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embutiendo después recio taco y atiborrando, en fin, el tubo de tachuelas y guijarros. En el oído,
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relleno también de pólvora, fue fijada la larga mecha de yesca. Los momentos eran emocionantes
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y la expectación ansiosa. A favor de un fósforo puesto en un alambre, prendí fuego al cebo,
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hecho lo cual nos retiramos todos, con el corazón palpitante, a esperar a prudente
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instancia la terrible explosión. El estampido resultó horrísono y ensordecedor, pero contra
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los vaticinios de los pesimistas, el cañón nos reventó, antes bien desempeñó honrada y dócilmente
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su contundente función. Un ancho boquete abierto en la puerta nueva, por el cual, airada y amenazadora,
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asomó poco después la cabeza del hostelano. Nos reveló los efectos materiales y morales del disparo,
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que, según presumirá el lector, no fue repetido aquel día. Excusado es decir, que pusimos pies
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en polvorosa, abandonando en la refriega el cuerpo del delito. Gran suerte fue que la puerta,
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desbaratada y entorpecida por la lluvia de astillas, no acertase a girar enseguida. No obstante,
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las furiosas sacudidas del colérico huertano Merced a tan feliz circunstancia le tomamos
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gran ventaja en la carrera, aunque no tanta que dejarán de trompicarnos en las piernas algunas
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piedras lanzadas por el energúmeno. Mi travesura no tuvo para mí, de todos modos, consecuencias
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desagradables. El bueno del labrador querellose amargamente al alcalde, a quien mostró la pieza
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de convicción, o sea, el pesado madero con el que fue ejecutada la hazaña. El monterilla, que tenía
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también noticias de otras halagradas mías, aprovechó la ocasión que se le ofrecía para escarmentarme,
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y, viniendo a mi casa en compañía del alguacil, dio con mis huesos en la cárcel del lugar. Esto
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ocurrió con beneplácito de mi padre, que vio en mi prisión excelente y enérgico recurso para
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corregirme. Llegó hasta ordenarse mi tribase de alimento durante toda la duración del encierro.
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Yo protesté durante el camino contra los muchos rumores calumniosos que corrían sobre mí. Casi
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todos los delitos que se me imputaban habían cometido otros granujas. No negué el disparo
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hecho sobre la puerta, pero me excusé diciendo que no creí jamás producir tamaño de estrozo,
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y, en fin, alegué la falta de equidad que resultaba del hecho de purgar solamente yo
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las faltas cometidas entre varios camaradas. Pero no me valieron excusas, e incontinenti diose
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cumplimiento a la sentencia municipal. Al oír el rechinamiento del cerrojo que me recluía,
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hasta cuando, al sentir el rumor cada vez más lejano de las pisadas de mi carcelero,
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quebró mi serenidad. Comprendí al fin que mi encierro constituía forma condena. De mi estupor
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sacaronme luego los pasos de gente que se me acercaba en la cárcel. Pronto una caterva de
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chicos y mujeres se agolpó el pie de las rejas para contemplar y burlarse del preso. Esto no
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lo pude sufrir, y, saliendo de mi apatía, agarré un pedrusco y amenacé con descalabrar a cuantos
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se encaramaran en la reja. Supe entonces, y bien temprano en edad, once años, cuáles santas son
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aquellas tan conocidas expresiones con que Cervantes encarece las molestias que amargan
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la existencia del prisionero. Ahí, en efecto, toda incomodidad tiene su asiento, y todo triste
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ruido su natural habitación. Libre ya de la rechifla de curiosos, pareció me necesario
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explorar el mindiando recinto. Después de asegurarme de la solicidez de la puerta y de la
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imposibilidad de forjar los cerrojos, noté con disgusto que mi lecho se reducía a jergón de
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paja monosa, donde crecían y medraban flora y fauna desbordantes. Aquel hervor de vida hambrienta
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puso valor en mi ánimo, porque ahí extendía sus obstructos tapices el Apierquillos níver, y
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campaban por sus respetos la pulga brincadora, la noctámbula chinche, el piojo vil y hasta la
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friolera blata orientales, plaga de cocinas y taondas. Todos estos comensales que esperaban
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hacia meses el simple aplazado festín parecieron entremecerse de gusto al olfatear la nueva presa.
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Juzgando demasiada simpleza alimentar con mi pellejo a tanto buscón hambriento, llegada la
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noche me tendí sobre las duras losas, en paraje relativamente limpio, y aunque asombre mi tranquilidad
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confesaré que dormí algo, a despecho del cosquilleo que sentí sentido en el vacío estómago, y de las
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tristes ideas que cruzaban por mi cabeza. Así transcurrieron tres o cuatro días. Lo del ayuno,
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sin embargo, fue pura amenaza, y no porque mi padre se arrepintiese de la dura sentencia
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fulminada, sino por la conmiseración de cierta buenísima señora conocida nuestra, Doña
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Fernandina Normante, la cual, de acuerdo sin duda con mi madre, forjó la severa consigna, enviándome
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desde el siguiente día del encierro excelentes guisados y apetitosas frutas. El botorno de mi
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situación no fue aparte a desairar la cariñosa solicitud de Doña Fernandina. A gloria me
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supieron, pues, las chuletas, tortas, sequillos y coscarranos. Con ser muy sincero, el remordimiento
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que sentía, bien sabe Dios que no me privo del apetito.
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Fue por enero o febrero de 1864 cuando mi padre, desengañado del método de enseñanza de los frailes, resolvió, por fin, trasladarme.
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Máxima.
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...de Huesca, contrariando sus proyectos, ya que el autor de mis días creía, y acaso con razón, que su hijo,
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alejado de los escolapios, no dominaría jamás el latín. Muy acertadamente nota Goethe que todo padre desea
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para sus hijos aquello que no le fue dado alcanzar. El mío, que no tuvo la ocasión durante su adolescencia
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de estudiar la lengua del lacio, deseaba vivamente que su primogénito saliera gran latino y consumado humanista.
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Tales aspiraciones sólo aparentemente contradecían sus principios severamente utilitarios.
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La larga experiencia de la vida le había enseñado que el prestigio social del médico procede,
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antes de que su ciencia, de su urbanidad, de la distinción de sus modales, y sobre todo de su cultura general.
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España coincidencia fuera que los talentos alimentados en los textos clásicos hayan sido casi siempre eximios
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escritores y oradores, y algunas veces filósofos y científicos de primer orden.
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Cediendo, pues, según dejo apuntado a mis deseos, el autor de mis días gestionó mi traslación a Huesca.
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Poco después me acompañó a la antigua capital del reino de Aragón, donde me instaló en modesta casa de huéspedes
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sosegada y quieta, albergue y paradero habitual de sacerdotes y seminaristas.
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Estaba situada cerca de la catedral, en el llamado Arco del Obispo,
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y su gobierno corría a cargo de patrón a viuda muy religiosa y excelentes sentimientos.
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Pronto intimé con los compañeros de pupilaje, entre los cuales hay amigos afectuosos.
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Lo fueron.
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Sobre todo el hijo del ama de casa, excelente muchacho que seguía con provecho la carrera eclesiástica
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y don Leandro Castro, natural de Ayerbe, rebotado de cura pero listo y buen latinista.
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A este último, muy amigo nuestro, confió mi padre el cometido de tomarme diariamente las lecciones,
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de iniciarme en la traducción y no dejarme de la mano hasta dominar las dificultades
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de la concisa y expresiva lengua de Horacio y de Virgilio.
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Vuelca decir con cuanta alegría y satisfacción hice mi entrada en la famosa y antiquísima OSCA,
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ilustrada por las hazañas de Sertorio.
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Contribuyó poderosamente en mi alborazo la descripción en comiástica que unos estudiantes de Ayerbe
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me hicieron del instituto y de la ciudad.
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Por ello supe que los profesores de latín no se ocupaban en pegar a sus discípulos,
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así soltasen las mayores enormidades, y que los alrededores de la ciudad eran sumamente pintorescos
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y a propósito para alegres correrías.
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Mucho me complació comprobar personalmente las entusiastas narraciones de mis camaradas.
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Dados mis gustos, mis primeras visitas fueron, naturalmente, juegos, luchas y algarabas estudiantiles.
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Las frondosas alamedas y sotos de Isuela, paraíso de mariposas y pájaros,
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entre los cuales brillaba la elegante Oropéndola,
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y, en fin, las ventustas y carcomidas murallas,
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teatro habitual de expansiones guerreras de granujas estudiantes.
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Regresado a mi padre y dueño absoluto de mi voluntad y de los cuantos reales,
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fue mi primera provincia comprar papel y caja de colores,
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a fin de traducir a la acuarela mis novisimas impresiones artísticas.
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A los doce años, la brusca inmersión en la vida ciudadana
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constituye revolucionaria elección de cosas y fermento generador de nuevos sentimientos.
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Todo es diferente, cualitativa y cuantitativamente, entre la aldea y la urbe.
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Las calles se alargan y asean. Las casas se elevan y adornan.
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El comercio se especializa, tentando con mil deliciosas chucherías
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al candoroso lugareño y al goloso zagalón.
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Las obrias e iglesias románicas se transforman en suntuosas catedrales.
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En fin, por primera vez, las librerías aparecen.
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Con ellas se abre una amplia ventana hacia el universo.
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Ante el muy variado espectáculo, enriquecense a la par la sensibilidad y el entendimiento.
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A los tipos del campesino, del cura y del maestro.
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Las son las formas de humanidad visibles en la aldea.
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Añádanse ahora infinidad de especies y variedades profesionales, antes ignoradas.
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En suma, el horizonte intelectual del niño se dilata en el espacio,
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porque reclama su atención muchedumbre de novisimas realidades.
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Y en el tiempo, porque toda ciudad construye, según es notario,
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archivos de recuerdos históricos.
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Que si la aldea es la concha donde vegeta el protoplasma de la raza,
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solo en la ciudad anida el espíritu.
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Ante el torrente abrumador de las nuevas impresiones,
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necesita el jovenzuelo habilitar territorios cerebrales antes en verbecho.
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Signo revelador de la gran crisis mental,
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de esta lucha funcional librada en la mente entre las viejas y las nuevas adquisiciones.
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En el aturdimiento que nos embarga en los primeros días de la exploración de una ciudad.
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Al fin, el orden se establece.
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Acabada la acomodación plástica, la organización cerebral se enriquece y refina.
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Se sabe más y se juzga mejor.
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Por donde se ve que no se aparta mucho de la verdad quienes relacionan
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la capacidad intelectual de un hombre con la dimensión de la ciudad
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donde transcurrieron su niñez y mocedad.
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La robustez de la planta depende en buena parte de la amplitud de la maceta.
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Muy lejos estaba yo entonces de hacerme las precedentes reflexiones.
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Mi sensibilidad sobreexcitada me arrastraba irremesiblemente
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a curiosear las cosas más que los hombres.
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Y guiado por mi nativa inclinación romántica,
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comencé mis exploraciones por los monumentos de la vieja ciudad.
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La hermosa obra de cuadrado, Recuerdos y bellezas de España.
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Infolio que figuraba en la biblioteca del instituto
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y cuyas precisas descripciones y artísticas litografías me tenían cautivado.
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Sin llegar a la soberana majestad de los templos góticos de Burgos,
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Salamanca, León y Toledo,
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la catedral austriense es admirable creación de arte ojival,
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digna de atraer la mirada del artista.
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La elevada torre del reloj, que flanquea la hermosa fachada labrada en el siglo XIV
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por el erizcaíno Juan de Lozaga.
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Guardecida por sitohivas de amplitud, decreciente,
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decoradas con esculturas de apóstoles, profetas y mártires
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y separadas por floridos dóciles y pedestales.
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El frontón triangular, adornado por colosal rosetón que semeja filigrana de piedra.
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La elevación inusitada de la nave central y del crucero.
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Lo esbelto y atreído de las columnas cuyos capitales
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se descomponen hacia la póveda en herviaduras capriciosamente entrelazadas.
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Los arabescos y calados primorosos de los capitales y rosetones.
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Y sobre todo, la insuperable creación del escultor Forment,
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o sea, el maravilloso retablo del alabastro,
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que se diría encaje sutil fabricado por hadas,
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lleno medio ingenuo y profunda admiración.
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Impresión bien diferente produjeme la visita a la iglesia de San Pedro el Viejo,
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la más antigua quizá de todas las ostenses.
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Es tradición que sirvió la capilla a los mozárabes
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durante los luctuosos tiempos de la conquista musulmana.
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Tratase de antiquísima fábrica bizantina,
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sobria de adornos y baja de bóvedas, pero firme y robusta
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de los fundadores. No sin cierto religioso recogimiento
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me aventuré por sus lóbregos y misteriosos claustros,
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carcomidos por la humanidad, humedad y medio enterrados por sus hombros.
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A la mortecina luz de una lámpara
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contemplé los sarcófagos donde duermen su sueño eterno
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algunos reyes e infantes dragón, entre ellos el rey monje sombrío,
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protagonista de la leyenda de la famosa campana.
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Allí, en medio de aquellas ruinas emocionantes,
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al reparar el loborroso de las inscripciones,
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el desgaste y desmoronamiento de las marmorias lápidas,
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hirió, quizá por primera vez, mi espíritu, el pensamiento desconsolador
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de lo efímero y vano, de toda pumpa y grandeza.
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Allí sorprendí de cerca ese perpetuo combate entre el espíritu
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que aspira a la eternidad y los impulsos ciegos y destructores
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de los agentes naturales. En pos del examen de los monumentos
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importantes vino la exploración de otros edificios evocadores
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de recuerdos históricos, las antiguas murallas,
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carcomidas por la humedad y engalanadas de céspedes,
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y desde cuyos baluartes, conservados en parte,
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es tradición que partió la garena flecha que hirió mortalmente
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a Sancho Ramírez durante el asedio de la ciudad.
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El alcázar de los antiguos reyes aragoneses, convertido
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en universidad por Pedro IV y transformado en instituto provincial,
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y en cuyos lóbregos sótanos se conserva todavía la célebre campana,
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donde, según la leyenda, ordenó el rey monje
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el sacrificio de la levantisca nobleza aragonesa.
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Las casas consistoriales, coronadas de altos torreones,
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en las estancias dictaba antaño sus fallos el justicia de la ciudad.
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La románica iglesia de San Miguel, que se levanta en la margen derecha
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de Lisuela y en cuyo soportar administraban justicia.
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En no muy alejados tiempos, los jurados, la histórica ermita
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de San Jorge, emplazada en el campo de batalla
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de Alcalá, conmemorativa del triunfo logrado
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por los cristianos sobre los agarenos.
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La barroca y grandiosa iglesia de San Lorenzo, erigida en honor
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de los santos mártires. El modesto santuario de Cillas,
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los ojos de la fuente de la salud, preferente lugar de esparcimiento
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de los ostenses y, en fin, el imponente castillo de Monta Aragón,
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frontera y baluarte avanzado contra el amorismo
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en los primeros años de la Reconquista, y cuyos rojizos
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y arruinados muros, rasgados por grandes ventanales,
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parecen conservar todavía el calor del terrible incendio
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que dio en tierra con la grandiosa fábrica.
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Pero dando de mano a estas vulgares noticias y recuerdos históricos,
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hecha ocasión de que hable algo de mis profesores y camaradas.
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Don Antinio Aquilue, maestro profesor de latín, era todo lo contrario
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del terrible padre Jacinto. Laborioso, pero muy anciano,
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bondadoso y casi ciego, carecía de la indispensable intereza
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para luchar con aquellos diablillos de 12 años.
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Allí se alborotaba, se hacían monos, se leían novelas y aleluyas,
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se fumaba, se disparaban papelitos, se jugaban las cartas,
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en fin, se hacía todo menos prestar atención
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a la adocta y pausada disertación del maestro,
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que se esgañitaba para dejarse oír en medio de aquella varagunda.
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Referir menudamente las diabluras que allí se ejecutaban
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sería cuanto de nunca acabar,
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y repetir además cosas hartosalidas y vulgares.
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Como muestra, referiré la pesada broma
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de cierto alumno que soltó en clase
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una caja llena de ratones,
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cuya huida desesperada sembró el desorden en el aula.
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Llegado el buen tiempo, surcaban el aire
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arrojados por manos invisibles, pájaros y hasta murciélagos.
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Otras veces la emprendíamos
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con las antiparras o la chistera del domine,
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las cuales, prendidas debido a que sostenían un pillete,
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abandonaban suavemente la plataforma.
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Una vez que la chistera se rompía,
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la chistera se rompía,
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y la chistera se rompía,
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y la chistera se rompía,
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y la chistera se rompía.
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Y así abandonaban suavemente la plataforma,
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pareciendo sentir, según el capricho
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del desvergonzado discípulo,
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a las razones del profesor.
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Imperidas por arcos de goma,
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volaban hacia las plataformas bonitas de papel,
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que rebotaban a menudo ya en el birrete,
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y hacían una voz de un anciano,
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quien más de una vez, indignado y furioso,
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por tan desconsiderado y cismo,
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echaban unos con carcajada
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de esterbladas a la calle.
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Distaba yo mucho de ser impecable,
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pero no figuraba entre los más
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audaces e insolentes.
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Cierta compasión hidalga
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hacia aquel santo varón,
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todo bondad y candidez,
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enfrentaban mis maleantes iniciativas.
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Por todo eso debí pulgar
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más de una vez en unión de camaradas,
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más descalados, faltas colectivas
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en cierta cárcel escolar.
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Especie de cuadra dispuesta
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desde hace tiempo para encerrar
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de veinticuatro horas a los revoltosos
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más tumables.
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Cuando esto ocurría, lejos de aburrirme,
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servíame el encierro
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para dar rienda suelta
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a mis delirios pictóricos,
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dibujando con tiza y carbón
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en las paredes batallas campales
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entre vedeles y alumnos,
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en las cuales llevaban los primeros
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según presumirá el lector,
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la peor parte.
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Por notable e instructivo contraste
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en el catedral del profesor de geografía
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no existaba nadie.
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Era éste un señor rubio joven
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de comprección recia,
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perspicaz de sentidos, ausento,
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austero y grave en sus palabras
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y severismo, injusticiero
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en los exámenes.
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Expirábamos veneración y temor.
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El alumno que enredaba y se distraía
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cuchicheando con sus camaradas
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era arrojado inmediatamente del aula.
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Nos refrenaba el saber
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que las faltas de atención y de respeto
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eran registradas cuidadosamente
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y que a menudo constaban un suspenso.
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Explicaba con llaneza, claridad y método
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y sus lecciones acabaron por interesarnos.
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Aunque llegaba yo preparado
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por las enseñanzas paternas,
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saqué mucho partido de las explicaciones
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del geógrafo, para lo cual favorecióme
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y el profesor nos hacía copiar del atlas
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señalado de texto, islas y continentes,
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ríos, lagos y cordilleras.
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De este modo se fijaba nuestra atención
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y se vigorizaba la representación mental
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de los objetos. Tan de mi gusto resultó
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este método de enseñanza y tales progresos hice
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que en un sentiamén cubría un papel
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con el mapa de Europa, trazando de memoria
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la confederación germánica y la enrevesada
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de las repúblicas hispanoamericanas.
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El diverso comportamiento de los escolares
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en las dos citadas asignaturas me reveló
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dos hechos, que posteriormente observaciones
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han confirmado plenamente. Es el primero
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que el instructor de alumnos de 10 a 14 años
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debe ser forzosamente joven, enérgico
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y expedito de sentidos. Los ancianos,
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para quienes la quietud y compostura
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constituyen verdadero suplicio. Es el segundo
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que los educandos demasiado jóvenes muestranse
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poco propicios, salvo en rosas excepciones,
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al estudio de las lenguas y de las matemáticas.
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Solo el temor al castigo puede obligar a galopines,
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que viven todavía en la época muscular y sensorial
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de la existencia, a soportar a pie firme
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largas tiradas de verbos latinos irregulares
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y polinomios. Todo esto llega a interesar,
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pero más adelante, desde los 14 o 15 años.
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Acredita la experiencia que, salvo precocidades
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excepcionales, el muchacho recién entrado
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en la segunda enseñanza estudia con placer
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solo aquellas ciencias capaces de ampliar
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la rudimentaria exploración objetiva del mundo,
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iniciada en el hogar tales como la cosmografía,
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la geografía y algunos rudimentos de aritmética,
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¿Por qué los pedagogos y promotores de planes
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de enseñanza no tienen en cuenta esta verdad?
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Las lenguas muertas, la gramática, la psicología,
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la lógica, el álgebra, la trigonometría y la física
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con fórmulas enrevesadas deberían reservarse
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para los últimos cursos, es decir, para la época
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mediante entre los 14 y 17 años, que es cuando
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comienza verdaderamente la fase reflexiva
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de la evolución mental. A este error pedagógico
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sancionado por la ley, añádense todavía los inconvenientes
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gravísimos de la forma, por lo común seca y excesivamente
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abstracta, en que se compone la ciencia.
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Preocupado por el rigor lógico de las definiciones
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y corolarios, el maestro olvida a menudo una cosa
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importantísima, excitar la curiosidad de las tiernas
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inteligencias, ganando a la par para la obra docente
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el corazón y el intelecto del alumno, pero de este punto
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de capital trascendencia en la función educadora
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Altar mayor, labrado en alabastro de la catedral de Huesca
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obra de Forment, una vista fotográfica del castillo
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del Loarre, objetivo de mis correrías y curioseos arqueológicos
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durante mi adolescencia. Durante mi fiebre romántica
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gustábame contemplar las ruinas de la fortaleza Palacio de Sancho Ramírez
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uno de los más curiosos monumentos del Alto Aragón
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A pesar de los mejores propósitos, mis aficiones
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artísticas, así como el ansia de acción incesante
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y de emociones dramáticas, siguieron encrechendo
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pues allí en Huesca muchos camaradas que compartían
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mis gustos y secundaban las más descabelladas travesuras
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El sentimentalismo soñador, un carácter altivo
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puntilloso, que no toleraba fácilmente
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agravios ni humillaciones, fueron causa
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de varios percances y aún de verdaderos peligros
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de que sólo mi robusta naturaleza pudo librarme
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Omito referir los más de los episodios
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lastimosos de aquel año. Si tal hiciera
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el relato resultaría interminable. Para no poner
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demasiado a prueba la paciencia del lector y permanecer
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fiel al plan adoptado, me limitaré a contar
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algunos de los lances y peripecias que dejaron más
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honda huella en mi memoria. Por suerte
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en el Instituto de Huesca no se estilaban novatadas
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pero en cambio había algo tan deplorable como ellas
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el abuso irritante del fuerte contra el débil y la
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guapeza y matonismo regulando los juegos y relaciones
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Todo recién llegado que por su facha, indumentaria
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o carácter desagradaba a los gallitos de los últimos
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cursos, veíase obligado para librarse de velenes
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o a recogerse prudentemente en casita
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durante las horas de asueto o a implorar el amparo
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de algún grandullón capaz de hacer frente a los insolentes
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perdonavidas. Yo tuve la desdicha
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de resultar antipático a los usodichos caciques
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puesto que sin causa justificada y desde mi aparición
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en los patios del instituto me maltrataron de palabra
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y obra obligándome a meterme en trapatiestas
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y camorras de que salía casi siempre mal librado
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Entre los que más abusaban de sus fuerzas para conmigo
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recuerdo a un tal Azcón, natural de Alcalá
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de Gallego, pigre crónico que había interrumpido
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varias veces sus estudios. Frisaría en los 18
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o 19 años. Su torso cuadrado y fornido
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su recio y tostado pescuezo y sus morenos
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y vigorosos brazos denunciaban a la legua al gañán
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que ha endurecido sus músculos guiando el arado
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y empuñando la azada. Este salvaje
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conoció bien pronto el flaco de mi carácter y dispuesto
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siempre a gastar pullas y divertirse a mi costa
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cuantas veces topaba conmigo en los alrededores del instituto
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llenábame de improperios. Entre otros motes
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que yo en mi candidez estimaba mortificantes
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pusome los de italiano y carne de cabra. Este último
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remoquete dábase entonces por burla a todos los
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ayerbenses.
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- Idioma/s:
- Autor/es:
- IES Miguel de Cervantes
- Subido por:
- Ies cervantes mostoles
- Licencia:
- Reconocimiento - No comercial - Sin obra derivada
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- Fecha:
- 7 de noviembre de 2022 - 14:56
- Visibilidad:
- Público
- Centro:
- IES MIGUEL DE CERVANTES
- Descripción ampliada:
- En el IES Miguel de Cervantes trabajamos para ofrecer una enseñanza pública de calidad, donde el alumnado pueda disfrutar de amplitud de oportunidades para su desarrollo integral según las diferentes inquietudes, intereses y capacidades.
- Duración:
- 47′ 40″
- Relación de aspecto:
- 1.78:1
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