Día del libro 3° - Luis Rosales - Contenido educativo
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Yo sabía interpretar.
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Yo me señalaba para que comprenderan que era un retrato.
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Pero no me entendían.
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Es la primera incesa de algún cuento.
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Se preocupaban cuando me veían tirar las pinturas al suelo
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con rabia incapaz de explicarme.
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Se esforzaban con comprenderme y no lo conseguían.
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En esos primeros dibujos nadie veía a la niña invisible.
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Así que dejé de dibujar y empecé a intentarlo con palabras.
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Las primeras sílabas que salieron de mis labios no fueron mamá o papá, ni sí, ni quiero, ni tampoco agua.
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Esas son las palabras que dicen los niños normales cuando empiezan a hablar, pero yo no era una...
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Pero ella no era una niña normal, era una niña inglesina.
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Así que tuve que intentarlo con otras diferentes.
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Nena, la nena, repetía todas horas señalando al espejo.
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¿Qué nena? Aquí no hay ninguna nena, solo estamos mamá, papá y el nene
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Decían buscando a esa niña que no eran capaces de ver
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Nena, la nena
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Entonces se colocaban junto a mí frente al espejo
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Y repasaba las partes del cuerpo y mientras me abrazaban
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Trataban de explicarme por qué yo no era una nena
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Y me daban besos y me repetían una y otra vez
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mucho que me quería. Pero yo no quería explicaciones, ni besos, ni abrazos. Yo solo quería que
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alguien viera a la niña invisible. Así que dejé de hablar y empecé a llorar. Lloraba
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constantemente. Llevaba el pelo bastante largo porque la peluquería chillaba y me revolvía
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con tanta fuerza que al final se negaban a cortármelo por miedo a hacerme daño. Pero
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papá y mamá me obligaban a llevarlo recogido en una coleta en lugar de sueldo, como a mí
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me habría gustado. Cada vez que íbamos a comprar ropa me tiraba en el suelo de la tienda
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y empezaba a llorar hasta que la cara se me hinchaba y la voz se me quedaba ronca, porque
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nunca me dejaban elegir la ropa a la que a mí me gustaba, la que yo necesitaba para
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que la niña invisible dejada de serlo.
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Como llorar tampoco servía de nada, un día dejé de hacerlo y empecé a gritar.
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Gritaba por todo, gritaba cuando no sentaba más a comer porque todo me daba dolor de estómago.
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Gritaba en caso cuando me pedían recoger mis juguetes y también en los columpios del parque.
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Gritaba a la hora del baño cuando me contaban un cuento antes de dormir.
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Gritaba cuando me sacaban esa camisa tan bonita que ellos me habían regalado
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Cuando íbamos de visita a casa de la abuela, gritaba cuando intentaban abrazarme para que me tranquilizara.
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Y cuando me dejaban en paz porque ya no sabía cómo calmarme, gritaba un sueño.
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Se gritaba al despertar, pero cuando más gritaba era cuando tenía que ir al colegio.
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Mis compañeros creían en los reyes y magos, en Papá Noel y en el ratoncito Créne, sin haberlos visto nunca, pero no querían Créne la niña, ni siquiera en que la tuvieran frente.
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cuando en el recreo iba a jugar con las otras chicas
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ellas casi siempre me mandaban de jugar con los chicos
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cuando me cansé de gritar, de llorar y de intentar explicarme
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con palabras y dibujos empecé a creer que tal vez llevaran razón
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si la niña invisible solo existe en mi imaginación
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entonces tendría que fabricarla
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Un día aproveché que papá y mamá estaban viendo la tele en el salón para esconderme en el baño con un vestido y un pintalabios de mi hermana.
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Me solté el pelo, me lo peiné para que me quedara como a mí me gustaba.
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Me quité la camisa que me habían regalado el abuelo y la abuela por mi cumpleaños y me puso el vestido.
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Y me pinté los labios delante del espejo.
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Estaba muy guapa, parecía una chica mayor, pero solo lo parecía.
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Mi amor, ¿qué te pasa? Debía de haber olvidado cerrar el pestillo porque mamá y papá me estaban de pie junto a la puerta y me observaban extrañados.
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¿Cuándo se me va a caer? Pregunté yo mientras me señalaba la entrepierna de aquellos calzoncillos que tanto odiaba.
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Cuando estoy en este, ¿veréis a la niña invisible? Sus caras se transformaron en cuanto me oyeron decir apenas.
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Los dos vinieron hacia mí, me abrazaron y a la vez empezaron a soñar.
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No te sobra nada, eres perfecta tal y como eres, me aseguraba.
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Y cuando volvieron a mirarme y en sus ojos que por fin habían entendido lo que yo había conseguido explicarles,
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ni con dibujos, ni con palabras, ni con llantos, ni con gritos.
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Entonces la veis, veis a la niña invisible, claro que sí amor, te vemos.
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No sé si voy a poder, Ana siempre me dice que soy una cobardica, pero no es por eso.
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Es porque el imperdible está afiladísimo. Ni siquiera me atrevo a sujetarlo muy cerca de la punta.
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No sea que me pinche el dedo. Me da muchísimo miedo las agujas.
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Las agujas duelen y yo no quiero hacerme daño, pero me tengo que atrever.
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Me tengo que atrever porque se lo he prometido a Julia y a Ana. Una promesa de mejores amigas.
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Dicen que solo duele durante un momento y luego no puedo.
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Seguro que pincha tanto como el aguijón del avispa que me picó en la piscina el verano pasado.
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Estaba jugando en el bordillo y acercaba encima del bicho sin darme cuenta.
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Nunca antes me había picado un avispa y me hacía un pinchazo que fue como si me hubieran clavado un par de cuchillos diminutos.
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La palma empezó a escocerme muchísimo y la picadura se me puso como una pelota y me empezó a hinchar el brazo.
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y me tuvieron que llevar al ambulatorio y la doctora me puso una inyección enorme que acabó doliendo de más que la propia picadura.
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Al principio me la quería poner en el brazo, pero en cuanto la vi venir con la genilla en la mano,
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me puse a llorar y a moverme sin parar porque no creía que me pincharan.
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Las agujas duelen. Al final tuvo que pincharme en el cachete mientras que papá me sujetaba y mamá me tranquilizaba.
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Ahora ni mamá ni papá están conmigo, estoy yo sola, delante del espejo del baño.
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Y no puedo llamarlos porque se van a enfadar muchísimo conmigo si se enteran de lo que estoy haciendo.
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Seguro que me castigan si me dan cumpleaños de esta tarde.
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Y yo tengo que ir al cumpleaños, se lo han prometido Julia y Ana, una promesa de mejores amigas.
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Les he prometido que iré con pendientes, como ellas, porque así las tres estaremos muy guapas.
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Hoy Julia cumple 10 años y han dado permiso para hacerse los agujeros en las orejas.
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Y voy a ir con su hermano Mayor a la farmacia para poder estrenar sus pendientes, nuevos en la fiesta.
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A Ana le hicieron los agujeros en el hospital cuando nació, así que ella lleva pendientes desde que era un bebé, pero yo no tengo.
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Mamá y papá dicen que les da pena hacerme daño y no querían decidir por mí, que a lo mejor cuando fuera mayor ni siquiera me gustaba tener las orejas agujeradas.
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Pero ahora ya soy mayor y he decidido que sí, quiero agujeros en las orejas, porque así también podré ponerme pendientes.
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Bueno, hasta hace unos días no quería, porque las agujas me dan muchísimo miedo.
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Las agujas duelen, pero ahora sí quiero
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Casi todas las chicas de mi clase los llevan
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Y yo soy de las pocas que todavía no se me han hecho agujeros
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Y esta tarde quiero estar igual de guapa que ellas
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Además, lo he prometido a Ana y a Julia
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Una promesa de mejores amigas
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Lo que pasa es que no sé si me voy a atrever
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Pero me tengo que atrever
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Despiro hondo y me miro al espejo
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Ensayo cómo voy a colocarme el pelo para que me tape las orejas
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Y que mamá y papá no se den cuenta de lo que he hecho
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Ni de que me castigan si no era cumpleaños
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Después de un rato me atrevo a tocar la punta del imperdible con la lima de dedo
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y vuelvo a limpiarla con alcohol que he cogido del botiquín.
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Ana me ha dicho que lo tengo que hacer para que no se me infecten las heridas
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y que me dolerá menos si me pongo un poco de hielo antes del pinchazo.
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También he explicado que es muy importante ponerse algo en el agujero justo después
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para que la herida no se cierre.
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Miro los pendientes que me ha prestado Julia.
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Son muy bonitos, iguales que los que ella me ha mostrado esta tarde, solo que plateados.
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Cuento hasta tres.
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Contengo la respiración y cierro los ojos.
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Sé que no debo reaccionarlos, porque si no miro puedo pincharme en un moflete o en otro sitio, y que eso sería peor.
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No puedo ni pensarlo, pero es que si los hablo, sé que no voy a temerme a hacerlo.
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Pero me tengo que creer, porque se lo he prometido a Julia y a Ana, promesa de mejores amigas.
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No quiero que piensen que soy una cobarde ni que se rían de mí.
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Quiero ponerme pendientes porque los pendientes son bonitos y te hacen estar guapa.
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Y yo también quiero estar guapa, como todas las demás niñas de mi clase.
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Tomo impulso con el brazo, me acerco a la aguja.
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Noto que la punta se me clava y algo caliente me resbala por la piel.
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Un escozón intenso y desagradable me palpita en el óvulo de la oreja,
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como el picotazo de la vista, como el pinchazo en la aguja del ambulatorio.
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Cuando abro los ojos y vuelvo a mirar, la niña que hay delante no me parece guapa.
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Está pálida y asustada.
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Tiene la oreja manchada de sangre reseca y las nocelles surcadas de lágrimas.
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Lágrimas que brotan de unos ojos rojos, hinchados y avergonzados.
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Las agujas mueren.
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No puedo.
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No me atrever.
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Y la verdad es que si no me quiero atrever, yo no me tengo que atrever si no quiero.
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Las reinas del patio empezó como otro cualquiera.
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Nos refugiamos en una esquina del patio, como siempre,
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para evitar que a ti y a esta amiga nos volviera a pasar por encima persiguiendo cualquier cosa que rodara.
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No exagere, les valía cualquier cosa.
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Si no tenían pelota, se apañaban igual de bien con una bola de papeles envueltos en cero.
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Ni siquiera la forma esférica era un requisito.
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Porque habíamos llegado a verles jugar con latas de refresco, e incluso con una zapatilla que se había escapado alguien de ese mundo una vez que llevaba los cordones desatados.
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No es que a nosotras no nos gustara el fútbol, para nada. A veces también jugábamos, metíamos goles, dábamos patadas en las espinillas como las demás, y volvíamos sudadas y felices a clase.
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El problema no era el deporte en sí, que es bastante divertido, aunque no tanto como para jugar todo el rato lo mismo,
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ni los chicos, tampoco los chicos, porque había chicas muy fólicas de jugar al balón
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y algunos chicos que parecían tener de alegría y no se acercaban a una pelota ni muertos.
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El problema era en realidad que en el patio no parecía haber sitio para nada más que para eso
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y que quienes queríamos hacer algo diferente teníamos que conformarnos siempre con las esquinas,
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los rincones o el trozo de arena mojada detrás de la fuente, como si el patio no fuera nuestro.
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Si nos quejábamos, nos llamaban lloronas niñatas.
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Si lo hacíamos a los mayores que cuidaban el patio, siempre nos encontrábamos con la misma cantinera.
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¿Qué más os da? Si con una esquina os vale, nos decían.
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Al fútbol no se puede jugar en una esquina, pero que juguéis vosotras, sí.
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Así que nosotras volvíamos a nuestro rincón e intentábamos aprovechar como podíamos el espacio que nos dejaban.
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Ese día, a una niña de cuarto le dieron en la espalda un balón a tocado fuerte, clamando al suelo.
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La caída no fue muy grave, pero se raspó en la cara y se mordió el labio.
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Así que empezó a salir bastante sangre.
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La niña se asustó y empezó a llorar, pero en vez de atenderla o consolarla, siguieron con el partido.
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E incluso se rieron.
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Te lo tienes merecido por estar en el medio, le dijeron.
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¿No ves que estamos jugando?
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Pareces tonta.
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Así que el día entre todo cambió, ya nos habíamos saltado muchísimo.
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Nadie se dio cuenta al principio, porque como todo lo demás, aquello también lo hicimos en silencio.
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Salieron del patio en mala punta, para aprovechar al máximo los 20 minutos que tenían para jugar.
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Y ocuparon, como siempre, más de las tres cuartas partes del patio.
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Tardaron varios minutos en darse cuenta de que había una niña, muy quieta, justo en el centro.
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La misma niña a la que habían golpeado en el recreo anterior.
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—¡Quítate de ahí, que te vas a llevar un balonazo! —dijo alguien.
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—¿No tuviste suficiente? —dijo alguien más.
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—¡Vete de aquí, que estamos jugando nosotros! —dijeron como si tuvieran un asolago.
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Los gritos y amenazas empezaron a hacerse más frecuentes y violentos,
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y a llegar desde todas las esquinas del patio.
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La niña no se acobardó, clavó los pies con fuerza en el suelo, apretó los puños y no se movió de su sitio.
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Y justo cuando alguien se preparaba para sacarle empujones del patio, junto a ella se colocó otra niña.
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Le dio la mano en silencio y se quedó allí plantada como si fuera una estatua.
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Aquella segunda niña se reunieron, luego una tercera, y una cuarta, y una quinta.
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El partido tuvo que parar, porque no había amenaza ni empujón capaz de mover a aquellas niñas del centro del patio.
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Cuando volvió con uno de los mayores que vigilaba el recreo para que las echara de allí,
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ya no eran cinco, sino diez, veinte, treinta, las niñas que en silencio y dándose la mano
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ocupaban una zona cada vez más grande del campo de fútbol.
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El día en que todo cambió en el centro del patio ya no hubo fútbol,
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pero es un correo enorme de niñas que protegía por turnos a quienes queríamos jugar.
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leer o charlar tranquilamente en su interior, sin miedo a que nadie nos empujara o nos mandara
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a una esquina para no molestar. Y cuando intentaron reírse de nosotras, diciendo que nos criamos
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las reinas del patio, nos hicimos unas coronas con cartulina, de color dorado y plateado,
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y empezamos a presumir de ellas, orgullosas, mientras nos turnábamos en aquel círculo
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protector. No hubo fútbol ni ese día, ni el siguiente, ni durante toda aquella semana.
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Pasado ese tiempo, empezaron a hartarse muchísimo.
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Les picaban los pies de las ganas que tenían de darle patadas a la pelota.
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Pero como ya no podían ocupar el centro del patio, tuvieron que conformarse con jugar en una esquina.
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Y descubrir que aunque era mucho más incómodo, sí que se podía jugar al fútbol en un sitio pequeñito.
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Cuando dejaron de molestarnos, empezamos a reducir el círculo poco a poco y a dejarles algo más de espacio para jugar, justamente la mitad.
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Desde entonces ya no hace falta que hagamos círculos protectores
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Ahora hay casi tantas niñas como niños jugando al fútbol
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Y ellos han descubierto lo divertido que es saltar a la comba y el poco espacio que se necesita
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Pero lo que no hemos dejado de usar han sido nuestras coronas de catulina
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Porque aunque ya no ocupemos todo el espacio, seguimos siendo las reinas del patio
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- Celia H.
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- 24 de abril de 2024 - 8:08
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