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La Regenta - Capítulo 1 - Leopoldo Alas "Clarín"
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La regenta por Leopoldo Alas Clarín Capítulo 1
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La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur caliente, perezoso, empujaba las nubes
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blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido
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que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles, que iban de
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arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina, revolando y persiguiéndose,
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como mariposas que se buscan y huyen, y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.
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Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas obras de todo, se juntaban
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en un montón, parábanse como dormidas un momento, y brincaban de nuevo sobresaltadas,
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dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles,
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otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba
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a un tercer piso, y arenilla que se ingrustaba para días o para años en la vidriera de
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un escaparate, agarrada a un plomo. Betusta, la muy noble y leal ciudad, corte
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en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba
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oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba
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ya en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La Torre de la Catedral, poema
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romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perebne, era obra
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del siglo XVI, aunque antes comenzada de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un
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instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura.
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La vista no se fatigaba contemplando, horas y horas, aquel índice de piedra que señalaba
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al cielo. No era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas,
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amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé. Era maciza sin perder
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nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada,
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subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable
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en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios, la piedra, enroscándose
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en la piedra, trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire, y como
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prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, coalimentada, una
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bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre ésta una cruz de hierro
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que acababa en pararrayos. Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la
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torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas,
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aquella romántica mole, pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil,
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y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña. Era mejor contemplarla en clara
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noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola,
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doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña
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y negruzca que dormía a sus pies.
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Bismarck, un pillo ilustre de Betusta, llamado con tal apodo entre los de su clase, no se
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sabe por qué, empuñaba el sobado cordel atado al badajo formidable de la bamba, la
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gran campana que llamaba a coro a los muy venerables canónigos, cabildo catedral de
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preeminentes calidades y privilegios. Bismarck era de oficio delantero de diligencia, era
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de la traya, según en Betusta se llamaba a los de su condición, pero sus aficiones
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le llevaban a los campanarios, y por delegación de Celedonio, hombre de iglesia, acólito
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en funciones de campanero, aunque tampoco en propiedad, el ilustre diplomático de la
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traya, disfrutaba algunos días la honra de despertar al venerando cabildo de su beatífica
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siesta, convocándole a los rezos y cánticos de su peculiar incumbencia.
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El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba el badajo de la bamba con
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una seriedad diarúspice de buena fe. Cuando posaba para la hora del coro, así se decía,
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Bismarck sentía en sí algo de la dignidad y responsabilidad de un reloj. Celedonio,
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ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba asomado a una ventana,
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caballero en ella, y escupía con desdén y por el colmillo a la plazuela. Y si se la antojaba,
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disparaba chinita sobre algún raro transeúnte que le parecía del tamaño y de la importancia
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de un ratoncillo. Aquella altura se le subía la cabeza a los pilluelos, y les inspiraba un
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profundo desprecio de las cosas terrenas. «Míra tú, chiripa, ¿qué dice que pue más que yo?» dijo
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el monaguillo, casi escupiendo las palabras, y disparó media patata asada y podrida a la
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calle apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle. «¿Qué ha de poder?» respondió Bismarck,
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que en el campanario adulaba a Celedonio, y en la calle le trataba a puntapiés, y le arrancaba
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a viva fuerza las llaves para subir a tocar oraciones. «Tú pues más que todos los delanteros,
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menos yo». «¿Por qué tú echas la zancadilla, mainate, y eres más grande? ¡Mía, chico,
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¿quieres que latice al señor magistral que entra ahora?». «¿Me conoces tú desde ahí? Claro,
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bobo, le conozco en el menear los manteos. ¡Mía, ven acá! ¿No ves cómo al andar le salen
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pa' atrás y pa'lante? Es por la fachenda que se me gasta». «Ya lo decía el señor custodio,
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el beneficiado a don Pedro el campanero el otro día. Ese don Fermín tiene más orgullo que don
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Rodrigo en la horca». Y don Pedro se reía, y verás, el otro dijo después, cuando ya había
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pasado don Fermín. «Anda, anda, buen mozo, ¡qué bien se te conoce el colorete!». «¿Qué te parece,
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chico? Se pinta la cara». Bismarck negó lo de la pintura. Era que don custodio tenía envidia. Si
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Bismarck fuera canónico y dignidad, creía que lo era el magistral. En vez de ser delantero,
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con un mote sacado de las cajas de cerillas, se daría más tono que un zagal. Pues claro.
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¿Y si fuese campanero, el de verdad? Vamos, don Pedro. ¡Ay, Dios! Entonces no se hablaba más que
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con el obispo y el señor Roque, el mayoral del correo. «Pues, chico, no sabes lo que te pescas,
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porque decía el beneficiado que en la iglesia hay que ser humilde, como si dijéramos rebajarse con
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la gente, vamos, achantarse, y aguantar una bofetada si a mano viene. Y si no, ahí está el
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papa. ¿Qué es? No sé cómo dijo, así, una cosa como, el criao de tos los criaos». «Eso será de
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Boquirris», replicó Bismarck. «Me ató el papa que manda más que el rey. Y que le vi yo pintado,
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en un santo mugrande, sentado en su coche, que era como una butaca, y lo llevaban en vez de mulas
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un tiro de carcas. Cura según Bismarck. Y lo cual que le iban espantando las moscas con un paraguas,
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que parecía cosa de teatro. ¡Hombre, si sabré yo!». Se acaloró el debate. Celedonio defendía
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las costumbres de la iglesia primitiva. Bismarck estaba por todos los esplendores del culto.
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Celedonio amenazó al campanero interino con pedirle la dimisión. El de la traya aludió
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embozadamente a ciertas bofetadas probables pa embajando. Pero una campana que sonó en el
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tejado de la catedral les llamó al orden. «¡El Laudes!», gritó Celedonio. «¡Toca, que avisan!».
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Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del formidable badajo.
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Tembló el aire y el delantero cerró los ojos, mientras Celedonio hacía alarde de su
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imperturbable serenidad oyendo, como si estuviera a dos leguas, las campanadas graves, poderosas,
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que el viento arrebataba de la torre para llevar sus vibraciones por encima de Betusta a la sierra
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vecina y a los extensos campos, que brillaban a lo lejos, verdes todos, con cien matices.
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Empezaba el otoño. Los prados renacían. La hierba había crecido fresca y vigorosa con las
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últimas lluvias de septiembre. Los castañedos, robledales y pomares, que en ondanadas y laderas
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se extendían sembrando por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos
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oscuros. La paja del trigo, escaso, amarillaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y
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algunas quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la
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luz como espejos. Aquel verde esplendoroso con tornasoles dorados y de plata se apagaba en la
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sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra de una nube invisible. Y un tinte rojizo
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aparecía entre las calvicies de la vegetación, menos vigorosa y variada que en el valle.
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La sierra estaba en noroeste, y por el sur, que dejaba libre a la vista, se alejaba el horizonte,
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señalado por siluetas de montañas desvanecidas en la niebla que deslumbraba como polvareda luminosa.
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Al norte se adivinaba el mar detrás del arco perfecto del horizonte, bajo un cielo despejado,
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que surcaban, como naves, ligeras nubecillas de un dorado pálido. Un girón de la más leve parecía
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a la luna, apagada, flotando entre ellas en el azul blanquecino. Cerca de la ciudad, en los ruedos,
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el cultivo más intenso, de mejor abono, de mucha variedad y esmerado, producía en la tierra tonos
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de colores, sin nombre exacto, dibujándose sobre el fondo pardo oscuro de la tierra constantemente
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removida y bien regada. Alguien subía por el caracol. Los dos billetes se miraron estupefactos.
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¿Quién era el osado? ¿Será Chiripa? Preguntó Celedonio entreairado y temeroso. No, es un carca.
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¿No oyes el manteo? Bismarck tenía razón. El roce de la tela con la piedra producía un rumor
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silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareció por el escotillón.
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Era el de don Fermín de Paz, magistral de aquella santa iglesia catedral y provisor del obispo.
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El delantero sintió escalofríos. Pensó, ¿vendrá a pegarnos? No había motivo, pero eso no importaba.
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Él vivía acostumbrado a recibir bofetadas y puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso,
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y para el don Fermín era un personaje de los más empingorotados. Se le figuraba Bismarck
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usando y abusando de la autoridad de repartir cachetes. No discutía la legitimidad de esta
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prerrogativa. No hacía más que huir de los grandes de la tierra, entre los que figuraban
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los sacristanes y los polizones. Se avenía esta ley, cuyos efectos procuraba evitar. Si él hubiera
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sido señor, alcalde, canónigo, fontanero, guarda del jardín botánico, empleado en casillas, sereno,
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algo grande en suma, hubiera hecho lo mismo, dar cada puntapié. No era más que Bismarck un
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delantero y sabía su oficio, huir de los maignates de Betusta. Pero allí no había modo de escapar,
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o tirarse por la ventana o esperar ennublado. El caracol estaba interceptado por el canónigo.
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Bismarck no tuvo más recurso que hacerse un ovillo, esconderse detrás de la bamba,
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encaramado en una viga, y aguardar así los acontecimientos.
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Celedonio no extrañaba aquella visita. Recordaba haber visto muchas tardes al señor magistral subir
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a la torre antes o después de coro. ¿Qué iba a hacer allí aquel señor tan respetable? Esto
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preguntaban los ojos del delantero a los del acólito. También lo sabía Celedonio, pero callaba
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y sonreía, complaciéndose en el pavor de su amigo. El continente altivo del Monaguillo se
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había convertido en humilde actitud. Su rostro se había revestido de repente de la expresión
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oficial. Celedonio tenía doce o trece años y ya sabía ajustar los músculos de su cara de
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chato a las exigencias de la liturgia. Sus ojos eran grandes, de un castaño sucio, y cuando el
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pillastre se creía en funciones eclesiásticas, los movía con afectación, de abajo arriba,
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de arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que conocía y trataba.
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Pero, sin pensarlo, daba una intención lúbrica y cínica a su mirada, como una meretriz de calleja,
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que anuncia su triste comercio con los ojos, sin que la policía pueda reivindicar los derechos
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de la moral pública. La boca muy abierta y desdentada seguía a su manera los aspavientos
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de los ojos. Y Celedonio, en su expresión de humildad beatífica, pasaba del feo tolerable
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al feo asqueroso. Así como en las mujeres de su edad, se anuncian por asomos de contornos
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turgentes las elegantes líneas del sexo, en el acólito sin órdenes se podía adivinar futura
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y próxima perversión de instintos naturales, provocada ya por aberraciones de una educación
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torcida. Cuando quería imitar, bajo la sultana manchada de cera, los acompasados y ondulantes
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movimientos de don Anacleto, familiar del obispo, creyendo manifestar así su vocación,
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Celedonio se movía y gesticulaba como hembra desfachatada, sirena de cuartel. Esto ya lo
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había notado el palomo, empleado laico de la catedral, perrero, según mal nombre de su oficio.
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Pero no se había atrevido a comunicar sus aprensiones a ningún superior, obedeciendo a
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un criterio, merced al cual había desempeñado treinta años seguidos con dignidad y prestigio sus
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funciones complejas de aseo y vigilancia. En presencia del magistral, Celedonio había
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cruzado los brazos e inclinado la cabeza, después de apearse de la ventana. Aquel don Fermín que
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allá abajo en la calle de la Rúa parecía un escarabajo, ¡qué grande se mostraba ahora a los
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ojos humillados del monaguillo y a los aterrados ojos de su compañero! Celedonio apenas le
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llegaba la cintura al canónigo. Veía en frente de sí la sotana tersa de pliegues escultóricos,
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rectos, simétricos, una sotana de medio tiempo, de rico castor delgado, y sobre ella flotaba el
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manteo de seda, abundante, de muchos pliegues y vuelos. Bismarck, detrás de la bamba, no veía
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del canónigo más que los bajos y los admiraba. Aquello era, señorío, ni una mancha. Los pies
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parecían los de una dama. Calzaba media morada, como si fueran de obispo, y el zapato era de
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esmerada labor, y piel muy fina, y lucía hebilla de plata, sencilla pero elegante, que decía muy
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bien sobre el color de la media. Si los billetes hubieran usado mirar cara a cara a don Fermín,
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le hubieran visto, al asomarse en el campanario, serio, cejijunto, al notar la presencia de los
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campaneros, levemente turbado, y enseguida sonriente, con una suavidad resbaladiza en la
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mirada y una bondad estereotipada en los labios. Tenía razón el delantero. De paz no se pintaba.
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Más bien parecía estucado. En efecto, su tez blanca tenía los reflejos del estuco. En los pómulos,
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un tanto avanzados, bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo,
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había un ligero encarnado que a veces tiraba el color del alzacuello y de las medias. No era
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pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol. Era el rojo que brota en las mejillas al
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calor de las palabras de amor o de vergüenza, que se pronuncian cerca de ellas, palabras que
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parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de congestión también la causa el
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orgasmo de pensamientos del mismo estilo. En los ojos del magistral, verdes, con pintas que parecían
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polvo de rapé. Lo más notable era la suavidad del Iken. Pero en ocasiones, de medio de aquella
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crasitud pegajosa, salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja
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en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos. A unos les daba miedo, a otros
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asco. Pero cuando alguna ondad la sufría, el magistral la humillaba cubriéndola con el telón
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carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la carne
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informe. La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el
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extremo, y se inclinaba como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta
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en aquel rostro todo expresión, aunque escrito en griego, porque no era fácil leer y traducir lo
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que el magistral sentía y pensaba. Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían
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obligados a vivir comprimidos por la barba que tendía a subir, amenazando para la vejez,
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aún lejana, en tablar relaciones con la punta de la nariz claudicante. Por entonces no daba
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el rostro este defecto apariencias de vejez, sino expresión de prudencia, de la que tocan
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cobarde hipocresía y anuncia frío y calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios
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guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia. La barba, puntiaguda y
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levantisca, semejaba al candado de aquel tesoro. La cabeza, pequeña y bien formada, de espeso
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cabello negro muy recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de recios músculos,
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un cuello de atleta, proporcionado al tronco y extremidades del fornido canónigo, que hubiera
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sido en su aldea el mejor jugador de bolos, el mozo de más partido, y, al lucir entallada levita,
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el más apuesto azotacalles de Betusta. Como si se tratara de un personaje, el magistral saludó
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a Celedonio doblando graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia él la mano derecha, blanca,
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fina, de muy afilados dedos, no menos cuidada que si fuera la de aristocrática señora.
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Celedonio contestó con una genuflexión como las de ayudar a misa. Bismarck, oculto,
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vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a
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él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma, y se convertía en
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dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente, aquello era un cañón chico,
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suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No, era un fusil,
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porque el magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró,
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no iba con su personilla que él disparó. Apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana.
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El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al provisor y
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procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo. Entraba
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como amigo de confianza en las mejores casas de Betusta. Y si supiera que Bismarck tomaba
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un anteojo por un fusil, se le reiría las narices. Uno de los recreos solitarios de
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don Fermín de Paz consistía en subir a las alturas. Era montañés y por instinto buscaba
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las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había
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visitado, había subido a la montaña más alta, y si no la sabía, a la más soberbia torre. No
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se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba.
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Cuando iba a las aldeas acompañando al obispo en su visita, siempre había de emprender,
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a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya
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capital era Betusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes. Pues a
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los más arduos y elevados ascendía el magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más
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experto montañés. Cuanto más subía, más ansiaba subir. En vez de fatiga sentía fiebre, que les
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daba vigor de acero a las piernas y aliento de foragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era
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un triunfo voluptuoso para De Paz. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar
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a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver
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pasar un águila o un vilano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el rostro dorado
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por el sol. Mirar las nubes desde arriba eran inmensos placeres de su espíritu altanero, que
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De Paz se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos
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dardos. En Betusta no podía saciar esta pasión. Tenía que contentarse con subir algunas veces a
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la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le
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convenía. Celedonio, que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el
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anteojo del provisor, sabía que era de poderosa atracción. Desde los segundos corredores, mucho
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más altos que el campanario, había visto perfectamente a la regenta, una guapísima señora,
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pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores. Sí, señor, la
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había visto como si pudiera tocarla con la mano. Y eso que su palacio estaba en la rinconada de la
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Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio la plazuela de la catedral, la calle de
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la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del villar del casino,
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que estaba junto a la iglesia de Santa María, y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de
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marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo, ¡quía!, en cuanto se veía el balcón como un
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ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba, así, en voz baja, a Bismarck, que se
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había atrevido a acercarse, seguro de que no había peligro, el magistral, olvidado de los campaneros,
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paseaba lentamente sus miradas por la ciudad, escudriñando sus rincones, levantando con la
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imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista
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estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba los campos, no contemplaba
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la lontananza de montes y nubes. Sus miradas no salían de la ciudad. Betusta era su pasión y su
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presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba
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sobre toda su ciencia de Betusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por
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el cuerpo. Había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que
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sentía en presencia de la heroica ciudad era Gula. Hacía su anatomía, no como el filósofo que sólo
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quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos. No aplicaba el escalpelo,
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sino el trinchante. Bastante resignación era contentarse, por ahora, con Betusta. De paz había
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soñado con más altos destinos, y aún no renunciaba a ellos. Como recuerdos de un poema heroico leído
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en la juventud con entusiasmo. Guardaba en la memoria brillantes cuadros que la ambición había
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pintado en su fantasía. En ellos se contemplaba oficiando de pontifical en Toledo y asistiendo
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en Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara le pareciera demasiado ancha. Todo estaba en el
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camino. Lo importante era seguir andando. Pero estos sueños, según pasaba el tiempo, se iban
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haciendo más y más vaporosos, como si se alejaran. Así son las perspectivas de la esperanza, pensaba
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el magistral. Cuanto más nos acercamos al término de nuestra ambición, más distante parece el objeto
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deseado, porque no está en lo porvenir, sino en lo pasado. Lo que vemos delante es un espejo que
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refleja el cuadro soñador que se queda atrás, en el lejano día del sueño. No renunciaba a subir,
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a llegar cuanto más arriba pudiese. Pero cada día pensaba menos en estas vaguedades de la ambición
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a largo plazo, propias de la juventud. Había llegado a los treinta y cinco años, y la codicia
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del poder era más fuerte y menos idealista. Se contentaba con menos, pero lo quería con más
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fuerza. Lo necesitaba más cerca. Era el hambre que no espera, la sed en el desierto que abraza,
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y se satisface en el charco impuro, sin aguardar a descubrir la fuente que está lejos, en lugar
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desconocido. Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la fe en sí mismo,
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que le daban escalofríos. Pensaba en tales momentos que acaso él no sería jamás nada de
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aquello a que había aspirado, que tal vez el límite de su carrera sería el estado actual o
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un mal obispado en la vejez, todo un sarcasmo. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas
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y olvidarlas entregaba con furor al goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano.
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Devoraba su presa, la vetusta levítica, como el león enjaulado en los pedazos ruines de carne
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que el domador le arroja. Concentrada su ambición entonces en punto concreto y tangible, era mucho
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más intensa. La energía de su voluntad no encontraba obstáculo capaz de resistir en toda
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la diócesis. Él era el amo del amo. Tenía al obispo en una garra, prisionero voluntario, que
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ni se daba cuenta de sus prisiones. En tales días el provisor era un huracán eclesiástico,
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un castigo bíblico, un azote de Dios sancionado por su ilustrísima. Estas crisis del ánimo solían
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provocar las noticias del personal. El nombramiento de un obispo joven, por ejemplo, echaba sus cuentas.
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Él estaba muy atrasado, no podría llegar a ciertas grandezas de la jerarquía. Esto pensaba,
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en tanto que el beneficiado don custodio le aborrecía principalmente porque era magistral
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desde los treinta. Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban,
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pero que acabaría de devorar él solo. ¿Qué? ¿También a aquel mezquino imperio habían de
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arrancarle? No, era suyo. Lo había ganado en buena lid. ¿Para qué eran necios? También
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el magistral se le subía la altura a la cabeza. También él veía a los betustenses como escarabajos.
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Sus viviendas viejas y necruzcas, aplastadas, las creían los vanidosos ciudadanos palacios,
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y eran madrigueras, cuevas, montones de tierra, labor de topo. ¿Qué habían hecho los dueños
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de aquellos palacios viejos y arruinados de la ecimada que él tenía allí a sus pies? ¿Qué
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habían hecho? Heredar. ¿Y él? ¿Qué había hecho él? Conquistar. Cuando era su ambición de joven la
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que chisporroteaba en su alma, don Fermín encontraba estrecho el recinto de Betusta. El
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que había predicado en Roma, que había olfateado y gustado el incienso de la alabanza en muy altas
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regiones por breve tiempo, se creía postergado en la catedral betustense. Pero otras veces,
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las más, era el recuerdo de sus sueños de niño, precoz para ambicionar, el que le asaltaba. Y
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entonces veía en aquella ciudad, que se humillaba sus plantas enrededor, el colmo de sus deseos más
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locos. Era una especie de placer material, pensaba de paz, el que sentía comparando sus ilusiones de
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la infancia con la realidad presente. Si de joven había soñado cosas mucho más altas, su dominio
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presente parecía la tierra prometida a las cavilaciones de la niñez, llenas de tardes
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solitarias y melancólicas en las praderas de los puertos. El magistral empezaba a despreciar un poco
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los años de su próxima juventud. Le parecían a veces ridículos sus ensueños, y la conciencia
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no se complacía en repasar todos los actos de aquella época de pasiones reconcentradas, poco
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y mal satisfechas. Prefería a las más veces recrear el espíritu, contemplando lo pasado en lo más
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remoto del recuerdo. Su niñez le enternecía, su juventud le disgustaba como el recuerdo de una
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mujer, que fue muy querida, que nos hizo cometer mil locuras, y que hoy nos parece digna de olvido
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y desprecio. Aquello que él llamaba placer material, y tenía mucho de pueril, era el consuelo de su
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alma en los frecuentes decaimientos del ánimo. El magistral había sido pastor en los puertos
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de Tarsa, y era el mismo que ahora mandaba a su manera en Betusta. En este salto de la imaginación
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estaba la esencia de aquel placer intenso, infantil y material, que gozaba de paz como
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un pecado de lastivia. Cuántas veces en el púlpito, ceñido al robusto y airoso cuerpo
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al roquete, cándido y rizado, bajo la señoril muceta, viendo allá abajo, en el rostro de todos
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los fieles, la admiración y el encanto, había tenido que suspender el vuelo de su elocuencia,
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porque le ahogaba el placer y le cortaba la voz en la garganta. Mientras el auditorio aguardaba
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en silencio, respirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al orador continuar. Él
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oía como un éxtasis de autonatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas. Aspiraba con
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voluptuosidad extraña el ambiente embalsamado por el incienso de la capilla mayor y por las
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emanaciones calientes y aromáticas que subían de las damas que le rodeaban. Sentía como murmullo
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de la brisa en las hojas de un bosque el contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos. Y en
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aquel silencio de la atención que esperaba, delirante, creía comprender y gustaba una adoración
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muda que subía a él. Y estaba seguro de que en tal momento pensaban los fieles en el orador
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esperto, elegante, de voz melodiosa, de correctos ademanes a quien oían y veían, no en el dios de
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que les hablaba. Entonces sí que, sin poder el desechar aquellos recuerdos, se le presentaba
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su infancia en los puertos, aquellas tardes de su vida de pastor melancólico y meditabundo. Horas
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y horas, hasta el crepúsculo, pasaba soñando despierto, en una cumbre, oyendo las esquilas
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del ganado esparcido por el cueto. ¿Y qué soñaba? Que allá, allá abajo, en el ancho mundo, muy lejos,
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había una ciudad inmensa, como cien veces el lugar de Tarsa, y más. Aquella ciudad se llamaba Betusta.
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Era mucho mayor que San Gil de la Llana, la cabeza del partido, que él tampoco había visto. En la
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gran ciudad colocaba el maravillas que halagaban el sentido, y llenaban la soledad de su espíritu
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inquieto. Desde aquella infancia ignorante y visionaria, al momento en que se contemplaba
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el predicador, no había intervalo. Se veía niño y se veía magistral. Lo presente era la realidad
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del sueño de la niñez, y de esto gozaba. Emociones semejantes ocupaban su alma, mientras el catalejo,
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reflejando con vivos resplandores los rayos del sol, se movía lentamente pasando la visual de
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tejado en tejado, de ventana en ventana, de jardín en jardín. Alrededor de la catedral se extendía,
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en estrecha zona, el primitivo recinto de Betusta. Comprendía lo que se llamaba el barrio de la
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Encimada, y dominaba todo el pueblo que se había ido estirando por noroeste y por sudeste. Desde
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la torre se veía, en algunos patios y jardines de casas viejas y ruinosas, restos de la antigua
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muralla, convertidos en terrados o paredes medianeras, entre huertos y corrales. La Encimada
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era el barrio noble, y el barrio pobre de Betusta. Los más linajudos y los más andrajosos vivían allí,
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cerca unos de otros, aquellos a sus anchas, los otros apiñados. El buen betustense era de la
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Encimada. Algunos fatuos estimaban en mucho la propiedad de una casa. Por miserable que fuera,
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en la parte alta de la ciudad, a la sombra de la catedral, o de Santa María la Mayor, o de San Pedro,
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las dos antiquísimas iglesias vecinas de la Basílica, y parroquias que se dividían el
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noble territorio de la Encimada. El magistral veía a sus pies el barrio linajudo, compuesto
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de caserones con ínfulas de palacios, conventos grandes como pueblos, y tugurios donde se amontonaba
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la plebe betustense. Demasiado pobre para poder habitar las barriadas nuevas allá abajo, en el
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campo del sol, al sudeste, donde la fábrica vieja levantaba sus augustas chimeneas, enrededor de las
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cuales un pueblo de obreros había surgido. Casi todas las calles de la Encimada eran estrechas,
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tortuosas, húmedas, sin sol. Crecía en algunas la hierba. La limpieza de aquellas en que predominaba
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el vecindario noble, o de tales pretensiones por lo menos, era triste, casi miserable,
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como la limpieza de las cocinas pobres de los hospicios. Parecía que la escoba municipal y
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la escoba de la nobleza pulcra habían dejado en aquellas plazuelas y callejas las huellas que
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el cepillo deja en el paño raído. Había por allí muy pocas tiendas y no muy lucidas. Desde la torre
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se veía la historia de las clases privilegiadas, contada por piedras y adobes en el recinto viejo
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de Betusta. La iglesia ante todo. Los conventos ocupaban cerca de la mitad del terreno. Santo
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Domingo solo tomaba una quinta parte del área total de la Encimada. Seguía en tamaño las
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recoletas, donde se habían reunido en tiempo de la revolución de septiembre dos comunidades de
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monjas, que juntas eran diez, y ocupaban con su convento y huerto la sexta parte del barrio.
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Verdad era que San Vicente estaba convertido en cuartel, y dentro de sus muros retumbaba
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la indiscreta voz de la corneta, profanación constante del sagrado silencio secular. Del
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convento ampuloso y plateresco de las Clarisas había hecho el Estado un edificio para toda clase
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de oficinas. Y en cuanto a San Benito, era lóbrega prisión de malseguros delincuentes.
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Todo esto era triste. Pero el magistral que veía, con amargura en los labios estos despojos de que
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le daba elocuente representación en catalejo, podía abrir el pecho al consuelo y a la esperanza
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contemplando, fuera del barrio noble, al oeste y al norte, gráficas señales de la fe rediviva,
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en los alrededores de Betusta, donde construía la piedad nuevas moradas para la vida conventual,
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más lujosas, más elegantes que las antiguas, si no tan sólidas ni tan grandes. La revolución
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había derribado, había robado, pero la restauración, que no podía restituir,
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alentaba el espíritu que redificaba. Y ya las hermanitas de los pobres tenían coronado el
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edificio de su propiedad, Tacita de Plata, que brillaba cerca del Espolón, al oeste,
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no lejos de los palacios y chalets de la colonia, o sea, el barrio nuevo de los americanos y
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comerciantes del reino. Hacia el norte, entre prados de terciopelo tupido, de un verde oscuro
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fuerte, se levantaba la blanca fábrica que con sumas fabulosas construía en las salesas,
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por ahora arrinconadas dentro de Betusta, cerca de los vertederos de la Encimada, casi sepultadas
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en las cloacas, en una casa vieja, que tenía por iglesia un oratorio mezquino. Allí, como en nichos,
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habitaban las herederas de muchas familias ricas y nobles. Habían dejado, en obsequio al crucificado,
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el regalo de su palacio ancho y cómodo de allá arriba, por la estrechez insana de aquella
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pocilga, mientras sus padres, hermanos y otros parientes, regalaban el perezoso cuerpo en las
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anchuras de los caseronos tristes, pero espaciosos de la Encimada. No sólo era la iglesia quien podía
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desperezarse y estirar las piernas en el recinto de Betusta, la de arriba. También los herederos
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de pergaminos y casas solariegas habían tomado para sí anchas cuadras y jardines y huertas que
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podían pasar por bosques, con relación al área del pueblo, y que en efecto se llamaban, algo
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hiperbólicamente, parques, cuando eran tan extensos como el de los Ozores y el de los Vegallana.
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Y mientras no sólo a los conventos y a los palacios, sino también a los árboles, se les dejaba campo
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abierto para alegrarse y ensancharse como querían, los míseros plebeyos, que a fuerza de pobres no
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habían podido huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían hacinados en casas de tierra que
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el municipio obligaba a tapar con una capa de cal. Y era de ver como aquellas casuchas, apiñadas,
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se enchufaban y saltaban unas sobre otras y se metían los tejados por los ojos, o sea, las
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ventanas. Parecían un rebaño de retozonas reses que apretadas en un camino brincan y se encaraman
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en los lomos de quien encuentran delante. A pesar de esta injusticia distributiva que
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don Fermín tenía debajo de sus ojos, sin que le irritara, el buen canónigo amaba el barrio
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de la catedral, aquel hijo predilecto de la basílica, sobre todos. La encimada era su imperio
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natural, la metrópoli del poder espiritual que ejercía. El humo y los silbidos de la fábrica le
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hacían dirigir miradas recelosas al campo del sol. Allí vivían los rebeldes, los trabajadores sucios,
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negros por el carbón y el hierro amasados con sudor, los que escuchaban con la boca abierta
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a los energúmenos que les predicaban igualtad, federación, reparto, mil absurdos. Y a él no querían
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oírle cuando les hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultratumba. No era que allí
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no tuviera ninguna influencia, pero la tenían los menos. Cierto que cuando allí la creencia pura,
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la fe católica arraigaba, era con robustas raíces, como con cadenas de hierro. Pero si
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moría un obrero bueno, creyente, nacían dos, tres, que ya jamás oirían hablar de resignación,
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de lealtad, de fe y obediencia. En Magistral no se hacía ilusiones. El campo del sol se les iba.
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Las mujeres defendían allí las últimas trincheras. Poco tiempo antes del día en que de paz meditaba
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así, varias ciudadanas del barrio de obreros habían querido matar a pedradas a un forastero
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que se titulaba pastor protestante. Pero estos excesos, estos paroxismos de la fe moribunda,
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más entristecían que animaban al magistral. No, aquel humo no era de incienso, subía a lo alto,
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pero no iba al cielo. Aquellos silbidos de las máquinas le parecían burlescos,
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silbidos de sátira, silbidos de látigo. Hasta aquellas chimeneas delgadas, largas
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como monumentos de una idolatría, parecían parodias de las agujas de las iglesias.
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El magistral volvía al catalejo al noroeste. Allí estaba la colonia, la vetusta novísima,
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tirada a cordel, deslumbrante de colores vivos con reflejos acerados. Parecía un pájaro de
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los bosques de América, o una India brava adornada con plumas y cintas de tonos discordantes. Igualdad
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geométrica, desigualdad, anarquía cromáticas. En los tejados todos los colores del iris como
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en los muros de Kvatana. Galerías de cristales robando a los edificios por todas partes la
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esbeltez que podía suponérseles. Alardes de piedra inoportunos, solidez afectada,
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lujo bocinglero. La ciudad del sueño de un indiano que va mezclada con la ciudad de un usurero o de
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un mercader de paños o de harinas, que se quedan y edifican despiertos. Una pulmonía posible por
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una pared maestra ahorrada, una incomodidad segura por una fastuosidad ridícula. Pero no
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importa. El magistral no atiende a nada de eso. No ve allí más que riqueza, un Perú en miniatura,
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del cual pretende ser el pizarro espiritual. Y ya empieza a serlo. Los indianos de la colonia,
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que en América oyeron muy pocas misas, en Betusta vuelven, como a una patria,
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a la piedad de sus mayores. La religión con las formas aprendidas en la infancia es para ellos
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una de las dulces promesas de aquella España que veían en sueños al otro lado del mar. Además,
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los indianos no quieren nada que no sea de buen tono, que huela a plebeyo, ni siquiera pueda
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recordar los orígenes humildes de la estirpe. En Betusta los descreídos no son más que cuatro
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pillos, que no tienen sobre qué caerse muertos. Todas las personas pudientes creen y practican,
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como se dice ahora, paez, don fruto redondo, las jacas, antoline, los argumosa y otros y otros
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ilustres américo-vespuchios del barrio de la colonia, siguen escrupulosamente en lo que les
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alcanza las costumbres distinguidas de los corujedos, vegallanas, benvibres, ozores,
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carraspiques y demás familias nobles de la encimada, que se precian de muy buenos y muy
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rancios cristianos. Y si no lo hicieran por propio impulso los paez, lo redondo, etc., sus respectivas
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esposas, hijas y demás familia del sexo débil, obligaríanles a imitar en religión, como en todo,
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las maneras, ideas y palabras de la envidiada aristocracia. Por todo lo cual, el provisor mira
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al barrio del noroeste con más codicia que antipatía. Si allá hay muchos espíritus que él
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no ha sondeado todavía, si hay mucha tierra que descubrir en aquella América abreviada, las
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exploraciones hechas, las factorías establecidas han dado muy buen resultado. Y no desconfía don
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Fermín de llevar la luz de la fe más acentrada, y con ella su natural influencia, a todos los
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rincones de las bien alineadas casas de la colonia, a quien el municipio midió los tejados por un rasero.
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Pero, entre tanto, de paz volvía amorosamente la visual del catalejo a su encimada querida,
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la noble, la vieja, la montonada a la sombra de la soberbia torre. Una oriente, otra occidente,
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allí debajo tenía, como dando guardia de honor a la catedral, las dos iglesias antiquísimas que
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la vieron tal vez nacer, o por lo menos pasar a grandezas y esplendores que ellas jamás alcanzaron.
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Se llamaban, como va dicho, Santa María y San Pedro. Su historia anda escrita en los
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crónicones de la Reconquista, y gloriosamente se pudren poco a poco víctimas de la humedad,
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y hechas polvo por los siglos. Enrededor de Santa María y de San Pedro hay esparcidas,
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por callejones y plazuelas, casas solariegas, cuya mayor gloria sería poder proclamarse
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contemporáneas de los ruinosos templos. Pero no pueden, porque delata la relativa
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juventud de estos caserones su arquitectura, que revela el mal gusto decadente, pesado o recargado,
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de muy posteriores siglos. La piedra de todos estos edificios está ennegrecida por los rigores
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de la intemperie, que en betusta la húmeda no dejan nada claro mucho tiempo, ni consiente
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en blancura duradera. Don Saturnino Bermúdez, que juraba tener documentos que probaban a la
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inteligente heráldica venirle el Bermúdez del rey Bermudo en persona, era el más perito en la
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materia de contar la historia de cada uno de aquellos caserones, que él consideraba otras
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tantas glorias nacionales. Cada vez que algún ayuntamiento radical emprendía o proyectaba,
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siquiera el derribo de algunas ruinas o la expropiación de algún solar por utilidad
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pública, don Saturnino ponía el grito en el cielo y publicaba en el Lábaro, el órgano de los
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ultramontanos de Betusta, largos artículos que nadie leía y que el alcalde no hubiera entendido
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de haberlos leído. En ellos ponía por las nubes el mérito arqueológico de cada tabique,
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y si se trataba de una pared maestra, demostraba que era todo un monumento. No cabe duda que el
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señor don Saturnino, siquiera fuese por el bien del arte, mentía no poco, y abusaba de lo románico
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y de lo mudéjar. Para él todo era mudéjar o si no románico, y más de una vez hizo remontarse a
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los tiempos de Fruela los fundamentos de una pared fabricada por algún modesto cantero,
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vivo todavía. Estos lapsus de Erudito no lastimaban su reputación, porque los pocos
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que podían descubrirlos los consideraban piadosas exageraciones, anacronismos beneméritos, y los
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demás betustenses no leían nada de aquello. Mas no por esto dejaba el sabio de sacar a relucir
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la retórica, en que creía, ostentando atrevidas imágenes, figuras de gran energía, entre las
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que descollaban las más temerarias personificaciones y las epanadiplosis más cadenciosas. Hablaban las
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murallas como libros, y solían decir, tiemblan mis cimientos, y mis almenos tiemblan, y tal
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puertacochera hubo que hizo llorar con sus discursos patéticos. Por lo cual, solía terminar el artículo
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del arqueólogo diciendo, en fin, señores de la comisión de obras, sun lacrimae rerum.
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Más de media hora empleó el magistral en su observatorio aquella tarde. Cansado de mirar,
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o no pudiendo ver lo que buscaba ya, hacia la plaza nueva, a donde constantemente volvía el catalejo,
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separóse de la ventana, redujo a su mínimo tamaño el instrumento óptico, guardólo cuidadosamente
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en el bolsillo y, saludando con la mano y la cabeza a los campaneros, descendió con el paso
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majestuoso de antes por el caracol de piedra. En cuanto abrió la puerta de la torre y se
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encontró en la nave norte de la iglesia, recobró la sonrisa inmóvil, habitual expresión de su
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rostro, cruzó las manos sobre el vientre, inclinó hacia delante un poco, con cierta languidez entre
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mística y romántica, la bien modelada cabeza, y más que anduvo, se deslizó sobre el mármol del
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pavimento que figuraba a juego de damas, blanco y negro. Por las altas ventanas y por los rosetones
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del arco toral y de los laterales entraban haces de luz de muchos colores, que remedaban pedazos
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del iris dentro de las naves. El manteo que el canónigo movía, con un ritmo de pasos y suave
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contoneo, iba tomando sus anchos pliegues, al flotar casi al ras del pavimento, tornasoles
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de plumas de faisán, y otras veces parecía cola de pavo real. Algunas franjas de luz trepaban hacia
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el rostro del magistral, y ora lo teñían con un verde pálido blanquecino, como de planta sombría,
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ora le daban viscosa apariencia de planta submarina, ora la palidez de un cadáver.
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En la gran nave central del trascoro había muy pocos fieles, esparcidos a mucha distancia, en
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las capillas laterales, abiertas en los gruesos muros, sumidas en las sombras, se veían apenas
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grupos de mujeres arrodilladas, o sentadas sobre los pies, rodeando a los confesionarios. Aquí y
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allí se oía el leve rumor de la plática secreta de un sacerdote y una devota en el tribunal de la
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penitencia. En la segunda capilla del norte, la más oscura, don Fermín distinguió dos señoras
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que hablaban en voz baja. Siguió adelante. Ellas quisieron ir tras él, llamarle, pero no se
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atrevieron. Le esperaban, le buscaban, y se quedaron sin él. —Va al coro —dijo una de las damas,
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y se sentaron sobre la tarima que rodeaba al confesionario, sumido en tinieblas. Era la
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capilla del magistral. En el altar había dos candelabros de bronce, sin velas, sujetos con
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cadenillas de hierro. Delante del retablo estaba un Jesús nazareno de talla. Los ojos de cristal,
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tristes, brillaban en la oscuridad. Los reflejos del vidrio parecían una humedad fría. Era el
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rostro de un anémico. La expresión amanerada del gesto anunciaba una idea fija petrificada
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en aquellos labios finos y en aquellos pómulos afilados, como gastados por el roce de besos
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devotos. Sin detenerse pasó el magistral junto a la puerta de escape del coro. Llegó al crucero.
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La valla que corre del coro a la capilla mayor estaba cerrada. Don Fermín, que iba a la sacristía,
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dio el rodeo de la nave del trasaltar flanqueada por otra crujía de capillas. Frente a cada una
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de éstas, empotrados en la pared del ábside, había haces de columnas entre los que se ocultaban
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sendos confesionarios, invisibles hasta el momento de colocarse enfrente de ellos. Allí
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comúnmente ataban y desataban culpas los beneficiados. De uno de estos escondites salió,
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al pasar el provisor, como una perdil levantada por los perros, el señor don custodio el beneficiado,
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pálido el rostro, menos las mejillas encendidas con un tinte cárdeno. Sudaba como una pared húmeda.
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El magistral miró al beneficiado sin sonreír, pinchándole con aquellas agujas que tenía entre
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la blanda crasitud de los ojos. Humilló los suyos don custodio, y pasó cabizbajo, confuso,
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aturdido en dirección al coro. Era gruesecillo, adamado, tenía aires de comisionista francés
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vestido con traje talar, muy pulcro y elegante. El cuerpo bien torneado se lo ceñía, debajo del
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manteo ampuloso, un roquete que parecía prenda mujeril, sobre la cual ostentaba la muceta ligera,
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de seda, propia de su beneficio. Este don custodio era un enemigo doméstico, un beneficiado de la
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oposición. Creía, o por lo menos propalaba, todas las injurias con que se quería derribar al
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provisor, y le envidiaba, por lo que pudiera ver de cierto, en el fondo de tantas calumnias. De
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paz le despreciaba. La envidia de aquel pobre clérigo le servía para ver, como en un espejo,
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los propios méritos. El beneficiado admiraba al magistral, creía en su porvenir. Se le figuraba
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obispo, cardenal, favorito en la corte, influyente en los ministerios, en los salones, mimado por
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damas y magnates. La envidia del beneficiado soñaba para don Fermín más grandezas que el
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mismo magistral veía en sus esperanzas. La mirada de éste fue enseguida, rápida y rastrera, al
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confesionario de que salía el envidioso. Arrodillada junto a una de las celosías,
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vio una joven pálida con hábito del Carmen. No era una señorita, debía ser una doncella
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de servicio, una costurera, o cosa así, pensó el magistral. Tenía los ojos cargados de una
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curiosidad maliciosa más irritada que satisfecha. Se santiguó, como si quisiera comerse la señal de
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la cruz, y se recogió, sentada sobre los pies, a saborear los pormenores de la confesión,
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sin moverse del sitio, pegada al confesionario lleno todavía del calor y el olor de don custodio.
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El magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma
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de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la
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cajonería, de castaño, donde se guardaban copas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían
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cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos.
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Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas
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los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba a largo espacio
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una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado guardaban casullas y capas
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pluviales en los armarios. El palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con
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enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato
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que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los
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monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles
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castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El magistral siguió adelante
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fingiéndono parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto.
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Se acercó un grupo que, en el otro extremo de la sacristía, cuchicheaba con la voz apagada de
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la conversación profana, que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros.
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Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas
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estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que
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miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se
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veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo,
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cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura
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a aquellas señoras y al caballero, que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo.
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El magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto
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llegaba un forastero de alguna importancia vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación
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para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la
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catedral y otras de la encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres
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a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía,
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quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad.
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Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser, y esto era verdad,
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el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro,
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de los pies a la cabeza, se veía algo que Frigilis, personaje darwinista que encontraremos
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más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc. Es decir,
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que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera engendrar un Bermúdez,
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éste saldría ya diácono por lo menos, según Frigilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo
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rapado como cepillo de cerdas negras. Procuraba dejar grandes entradas en la frente, y se conocía
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que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo. La edad de nuestro señor
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Jesucristo, decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo
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de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno,
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así le llamaban. Después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria, en que le tomaron
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por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el bog de su
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huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de
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oreja a oreja. No se sabe por qué, entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba
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de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles, y sobre todo de perpetuos
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restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor
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intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más espiritual de Betusta,
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y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas
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serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las
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novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no
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era sino muy a su pesar. Él se encargaba unas levitas de tricot como las de un lechuguino,
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pero el sastre veía con asombro que vestir la prenda don Saturno y quedar convertida en sotana
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era todo uno. Siempre parecía que iba de luto, aunque no fuera. Sin embargo, pocas veces quitaba
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la gasa del sombrero, porque se tenía por pariente de toda la nobleza betustense, y en cuanto moría
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un aristócrata estaba de pésame. Allá, en el fondo de su alma, se creía nacido para el amor,
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y su pasión por la arqueología era un sentimiento de la clase de sucedáneos. Al ver en las novelas
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más acreditadas de Francia y de España que los personajes de mejor sociedad sentían sobre poco
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más o menos las mismas comezones de que él era víctima, ya no vaciló en pensar que lo que le
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había faltado había sido un escenario. Las muchachas de Betusta eran incapaces de comprenderle,
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así como él se confesaba a solas que no se atrevería jamás acercarse a una joven para decirle
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cosa mayor en materia de amores. Tal vez las casadas, algunas por lo menos, podrían entenderle
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mejor. La primera vez que pensó esto tuvo remordimientos para una semana, pero volvió
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la idea a presentarse tentadora. Y como en las novelas que saboreaba, sucedía casi siempre que
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eran las casadas las heroínas, pecadoras sí, pero al fin redimidas por el amor y la mucha fe. Vino
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en averiguar y dar por evidente que se podía querer a una casada, y hasta decírselo, si el
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amor se contenía en los límites del más acendrado idealismo. En efecto, don Saturno se enamoró de
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una señora casada, pero le sucedió con ella lo mismo que con las solteras. No se atrevió a
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decírselo. Con los ojos sí se lo daba a entender, y hasta con ciertas parábolas y alegorías que
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tomaba de la Biblia y otros libros orientales. Pero la señora de sus amores no hacía caso de
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los ojos de don Saturno, ni entendía las alegorías ni las parábolas. No hacía más que decir a
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espaldas de Bermúdez, no sé cómo ese don Saturno puede saber tanto, parece un mentecato. Esta
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señora que llamaban en Betusta la regenta, porque su marido, ahora jubilado, había sido regente de
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la audiencia, nunca supo la ardiente pasión del arqueólogo. Este joven sentimental y amante del
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saber, se cansó de devorar en silencio aquel amor único, y procuró ser velidoso, aturdirse, y esto
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último poco trabajo le costaba, porque nunca se vio hombre más aturdido que él, en cuanto una
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mujer quería marearle con una o dos miradas. Cuatro años hacía que no perdía baile, ni reunión de
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confianza, ni teatro, ni paseo, y todavía las damas, cada vez que le veían bailando un rigodón,
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no se atrevía con el vals, ni con la polca. Repetían, pero este Bermúdez está desconocido.
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Todos, todos empeñados en que era un cartujo. Esto le desesperaba. Cierto que jamás había
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probado las dulzuras groseras y materiales del amor carnal, pero eso, ¿le constaba al público?
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Cierto que primero faltaba el sol, que don Saturnino amisa de ocho. Pero esta devoción,
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así como el comulgar dos veces al mes, en nada empecía, su estilo, a los títulos de hombre
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de mundo que él reclamaba. Y si las gentes supieran. ¿Quién era un embozado que de noche,
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a la hora de las criadas, como dicen en Betusta, salía muy recatadamente por la calle del Rosario,
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torcía entre las sombras por la de Quintana, y de una en otra llegaba a los porches de la
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plaza del pan, y dejaba la encimada aventurándose por la colonia, solitaria a tales horas? Pues era
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don Saturnino Bermúdez, doctor en teología, en ambos derechos, civil y canónico, licenciado en
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filosofía y letras y bachiller en ciencias, el autor, ni más ni menos, de Betusta romana, Betusta
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goda, Betusta feudal, Betusta cristiana y Betusta transformada. ¡A tomo por Betusta! Era él, que
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salía disfrazado de capa y sombrero flexible. No había miedo que en tal guisa le reconociera
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a nadie. ¿Y adónde iba? A luchar con la tentación al aire libre, a cansar la carne con paseos
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interminables, y un poco también a olfatear el vicio, el crimen, pensaba él, crimen en que tenía
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seguridad de no caer, no tanto por esfuerzo de la virtud, como por invencible pujanza del miedo,
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que no dejaba nunca dar el último y decisivo paso en la carrera del abismo. Al borde llegaba todas
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las noches, y solía ser una puerta desvencijada, sucia y negra en las sombras de algún callejón
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inmundo. Alguna vez, desde el fondo del susodicho abismo, le llamaba la tentación. Entonces retrocedía
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al sabio más pronto, ganaba el terreno perdido, volvía a las calles anchas y respiraba con delicia
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el aire puro, puro como su cuerpo. Y para llegar antes a las regiones del ideal, que eran su propio
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ambiente, cantaba la casta diva, o el espíritu gentil, o el santo fuerte, y pensaba en sus amores
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de niño, o en alguna heroína de sus novelas. ¡Ah, cuánta felicidad había en estas victorias de la
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virtud! ¡Qué clara y evidente se le presentaba entonces la idea de una providencia! Algo así
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debía ser el éxtasis de los místicos. Y don Saturno, apretando el paso, volvía a su casa,
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ebrio de idealismo, mojando los embozos de la capa con las lágrimas que le hacía llorar aquel baño
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de idealidad, como él decía para sus adentros. Su enternecimiento era evidentemente piadoso,
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sobre todo en las noches de luna. Encerrado en su casa, en su despacho, después de cenar,
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o bien escribía versos a la luz del petróleo, o manejaba sus librotes. Y por fin se acostaba,
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satisfecho de sí mismo, contento con la vida, feliz en este mundo calumniado donde,
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dígase lo que se quiera, aún hay hombres buenos, ánimos fuertes. Esta voluptuosidad ideal del
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bien obrar, mezclándose a la sensación agradable del calorcillo del suave y blando lecho,
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convertía poco a poco a don Saturno en otro hombre. Y entonces era el imaginar aventuras
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románticas, de amores en París, que era el país de sus ensueños, en cuanto hombre de mundo. Solía
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volver a sus novelas de la hora de dormirse la imagen de la regenta, y entablaba con ella,
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o con otras damas no menos guapas, diálogos muy sabrosos en que ponía el ingenio femenil en lucha
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con el serio y varonil ingenio suyo. Y entre estos dimes y diretes, en que todo era espiritualismo
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y, a lo sumo, vagas promesas de futuros favores, le iba entrando el sueño al arqueólogo. Y la
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lógica se hacía disparatada. Y hasta el sentido moral se pervertía, y se desplomaba la fortaleza
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de aquel miedo que poco antes salvara al doctor en teología. A la mañana siguiente don Saturno
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despertaba malhumorado, con dolor de estómago, llena el alma de pesimismo desesperado, y deflato
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el cuerpo. «Memento homo», decía el infeliz, y se arrojaba del lecho con tedio, procurando una
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reacción en el espíritu, mediante agudos y terribles remordimientos y propósitos de buen
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obrar, que facilitaba con chorros de agua en la nuca, y lavándose con grandes esponjas. Tal vez
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era la limpieza, esa gran virtud que tanto recomienda Mahoma, la única que, positivamente,
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tenía el ilustre autor de Betusta transformada. Después de bien lavado, iba a misa sin falta,
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a buscar el hombre nuevo que pide el Evangelio. Poco a poco el hombre nuevo venía. Y por vanidad
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o por fe, creía en su regeneración todas las mañanas aquel devoto del corazón de Jesús. Por
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eso el espíritu no envejecía. Era el estómago, el pícaro estómago, el que no hacía caso de la
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fervorosa contricción del pobre hombre. Y que le dijeran a don Saturno que la materia no es vil y
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grosera. Aquel día había recibido antes de comer un billete perfumado de su amiguita Obdulia
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Fandiño, viuda de Pomares. ¡Qué emoción! No quiso abrir el misterioso pliego hasta después de
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tomar la sopa. ¿Por qué no soñar? ¿Qué era aquello? ¡Oh, efe! Decían dos letras enroscadas
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como culebras en el lema del sobre. De parte de doña Obdulia. Había dicho el criado. Aquella
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señora, todo Betusta lo sabía. Era una mujer despreocupada. Tal vez demasiado. Era una original.
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Entonces, ¿acaso? ¿Por qué no? Una cita. Ellos, al fin, se entendían algo. No tanto como algunos
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maliciaban. Pero se entendían. Ella le miraba en la iglesia y suspiraba. Le había dicho una vez
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que sabía más que el tostado. Elogio que él supo apreciar en todo lo que valía. Por haber leído al
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ilustre hijo de Ávila. En cierta ocasión ella había dejado caer el pañuelo. Un pañuelo que
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olía como aquella carta. Y él lo había recogido. Y al entregárselos habían tocado los dedos. Y ella
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había dicho. Gracias Saturno. Saturno sin don. Una noche, en la tertulia de visitación olías de
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cuervo. Obdulia le había tocado con una rodilla en una pierna. Él no había retirado la pierna ni ella
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la rodilla. Él había tocado con el suyo el pie de la hermosa. Y ella no lo había retirado. Una
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cucharada de sopa se le atragantó. Bebió vino y abrió la carta. Decía así. Saturnillo,
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usted que es tan bueno. ¿Querrá hacerme el obsequio de venir a ésta a su casa a las tres
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de la tarde? Le espero con… Hubo de dar vuelta a la hoja. Impaciencia, pensó el sabio. Pero decía.
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Le espero con unos amigos de Palomares que quieren visitar la catedral acompañados de
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una persona inteligente, etc. Don Saturno se puso colorado como si estuviera en ridículo
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delante de una asamblea. No importa, se dijo. Esta visita a la catedral es un pretexto. Y
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añadió. Bien sabe Dios que siento la profanación a que se me invita. Se vistió lo más correctamente
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que supo. Y después de verse en un espejo como un lobelace que estudia arqueología en sus ratos
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de ocio, se fue a casa de Doña Abdulia. Tal era el personaje que explicaba a dos
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señoras y un caballero el mérito de un cuadro todo negro, en medio del cual se veía apenas
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una calavera de color aceituna y el talón de un pie descarnado. Representaba la pintura a San Pablo
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primer ermitaño. Y el pintor era un betustense del siglo XVII, sólo conocido de los especialistas
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en antigüedades de Betusta y su provincia. Por eso el cuadro y el pintor eran tan notables
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para Bermúdez. El señor de Palomares vestía un gabán de verano muy largo, de color de pasa,
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y llevaba en la mano derecha un jipijapa, impropio de la estación, pero de cuatro o cinco onzas,
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su precio en La Habana, y por eso pensaba que podía usarlo todo el otoño. Se creía al señor
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infanzón en el caso de comprender el entusiasmo artístico del sabio mejor que las señoras,
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quien por su natural ignorancia tenían alguna disculpa si no se pasmaban ante un cuadro que
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no se veía. Buscó alguna frase oportuna, y por de pronto halló esto. Oh, mucho, evidentemente,
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conforme. Después inclinó la cabeza hacia el pecho, como para meditar, pero en realidad de verdad,
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estilo de Bermúdez, para descansar, con una reacción proporcionada de la postura incómoda
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en que el sabio le había tenido un cuarto de hora. Por fin el del jipijapa exclamó. Me parece,
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señor Bermúdez, que este famosísimo cuadro del ilustre Cenceño, pues del ilustrísimo Cenceño,
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luciría más si, si se pudiera ver, interrumpió la esposa del señor infanzón. Este fulminó terrible
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mirada de reprensión conyugal, y rectificó diciendo, luciría más si no estuviera un poquito ahumado,
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tal vez la cera, el incienso. No, señor, qué ahumado, respondió el sabio, sonriendo de oreja a
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oreja. Eso que usted cree obra del humo es la pátina, precisamente el encanto de los cuadros
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antiguos. La pátina, exclamó el del pueblo, convencido. Sí, es lo más probable. Y se juró,
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en llegando a Palomares, mirar el diccionario para saber qué era pátina. En aquel momento
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el magistral se acercaba a saludar a don Saturno. Reconoció a Obdulia y se inclinó sonriente,
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pero menos sonriente que al saludar a Bermúdez. Después dobló la cabeza y parte del cuerpo ante
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los de Palomares, que le fueron presentados por el sabio. El señor don Fermín de Paz,
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magistral y provisor de la diócesis. Oh, oh, ya, ya, exclamó infanzón, que hacía mucho
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admiraba de lejos al señor magistral. La señora del lugareño manifestó deseos de besar la mano
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del provisor, pero la mirada del marido la contuvo otra vez, y no hizo más que doblar
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las rodillas como si fuera a caerse. El magistral hablaba en voz alta, de modo que sus palabras
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resonaban en las bóvedas, y los demás con el ejemplo se animaron también a gritar. Pronto
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las carcajadas de Obdulia Fandiño, frescas, perladas, como las llamaba don Saturno, llenaron
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el ambiente, profanado ya con el olor mundano de que había infestado la sacristía desde el momento
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de entrar. Era el olor del billete, el olor del pañuelo, el olor de Obdulia con que el sabio soñaba
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algunas veces. Mezclado al de la cera y del incienso, les había gloria al anticuario,
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cuyo ideal era juntar así los olores místicos y los eróticos, mediante una armonía o componenda.
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Que creía él, debía ser en otro mundo mejor la recompensa de los que en la tierra habían
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sabido resistir toda clase de tentaciones. Obdulia, que disimulaba mal su aburrimiento
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mientras se hablaba de cuadros, ojivas, arcos pelatados, dobelas y otras tonterías que no
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había entendido nunca, se animó con la presencia del magistral, de quien era hija de confesión,
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por más que él había procurado varias veces entregarla a don Custodio, hambriento de esta
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clase de presas. Aquella mujer le crispaba los nervios a don Fermín. Era un escándalo andando.
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No había más que notar cómo iba vestida la catedral. Estos señores desacreditan la religión.
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Obdulia ostentaba una capota de terciopelo carmesí, debajo de la cual salían abundantes,
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como cascada de oro, rizos y más rizos de un rubio sucio, metálico, artificial. Ocho días
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antes el magistral había visto aquella cabeza, a través de las celosías del confesionario,
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completamente negra. La falda del vestido no tenía nada de particular mientras la dama no se movía.
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Era negra, de raso. Pero lo peor de todo era una coraza de seda escarlata que ponía el grito en el
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cielo. Aquella coraza estaba apretada contra algún armazón, no podía ser menos, que figuraba formas
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de una mujer exageradamente dotada por la naturaleza de los atributos de su sexo. ¡Qué
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brazos! ¡Qué pecho! Y todo parecía que iba a estallar. Todo esto encantaba a don Saturno,
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mientras irritaba al magistral, que no quería aquellos escándalos en la iglesia. Aquella
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señora entendía la devoción de un modo que podría pasar en otras partes, en un gran centro,
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en Madrid, en París, en Roma. Pero en Betusta no. Confesaba atrocidades en tono confidencial,
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como podía referírselas en su tocador a alguna amiga de su estofa. Citaba mucho a su amigo el
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patriarca y al campechano obispo de Nauplia. Proponía rifas católicas, organizaba bailes de
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caridad, novenas y jubileos a puerta cerrada, para las personas decentes. ¡Mil absurdos!
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El magistral le iba la mano siempre que podía, pero no podía siempre. Su autoridad,
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que era absoluta casi, no conseguía sujetar aquel azogue que se le marchaba por las junturas de
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los dedos. La doña Abdulita le fatigaba, le mareaba. Y ella que quería seducirle,
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hacerle suyo como al obispo de Nauplia, aquel brelado tan fino, que no se separaba de ella
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cuando vivieron en el hotel de La Pais, en Madrid, tabique en medio. Las miradas más ardientes,
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más negras de aquellos ojos negros, grandes y abrasadores, eran para de paz. Los adoradores
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de la viuda lo sabían, y le envidiaban. Pero él maldecía de aquel bloqueo. Necia.
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Si creerá que a mí me conquista como a don Saturno. A pesar de esta cordial antipatía,
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siempre estaba afable y cortés con la viuda, porque en este punto no distinguía entre amigos
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y enemigos. Era menester que una persona estuviese debajo de sus pies, aplastada,
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para que don Fermín no usase con ella de formas irreprochables. La urbanidad era un dogma para
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el magistral, lo mismo que para Bermúdez, pero sacaban de ella muy diferente partido.
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Mientras se hablaba de lo mucho bueno que había en la catedral, y el lugareño se pasmaba,
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y su señora repetía aquellas admiraciones, Obdulia se miraba como podía en las altas
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cornucopias. El magistral se despidió. No podía acompañar aquellas señoras,
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lo sentía mucho. Pero le esperaba la obligación, el coro. Todos se inclinaron.
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«Lo primero es lo primero», dijo el de Palomares, aludiendo a la divinidad y haciendo una genuflexión.
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No se sabe si ante la divinidad o ante el provisor. Afortunadamente, según don Fermín,
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nada le serviría su inutilidad, mientras que Bermúdez era una crónica viva de las
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antigüedades betustenses. Don Saturno estiró las cejas y dio señales de querer besar el suelo.
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Después miró a Obdulia con mirada seria, penetrante, como una sonda, como diciéndole.
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«Ya lo oyes, soy yo, el primer anticuario de Betusta, según la opinión del mejor teólogo,
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quien se declara esclavo tuyo». Todo esto quiso decir con los ojos. Pero ella no debió de entenderlo,
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porque se despidió del magistral, dejándole el alma, por conducto de las pupilas, entre los
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pliegues amplios y rítmicos del manteo. De éste se despojó don Fermín, después de acercarse a
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un armario, y muy gravemente vistió el ajustado roquete, la señoril muceta y la capa de coro.
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«¡Qué guapo está!» dijo desde lejos Obdulia, mientras los lugareños admiraban,
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con la fe del carbonero, otro cuadro que alababa don Saturnino.
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Dieron vuelta a toda la sacristía. Cerca de la puerta había algunos
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cuadros nuevos que eran copias no malentendidas de pintores célebres.
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A la infanzón debieron de agradarle más que las maravillas de Cenceño,
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sin duda porque se veía mejor. Pero su prudente esposo, considerando que Bermúdez
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pasaba con afectado desdén delante de aquellos vivos y flamantes colores, dio un codazo a su
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mujer para que entendiera que por allí se pasaba sin aceras pavientos. Entre aquellos cuadros había
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una copia bastante fiel y muy discretamente comprendida del célebre cuadro de Murillo,
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San Juan de Dios, del Hospital de Incurables de Sevilla. A la señora de pueblo le llamó la
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atención la cabeza del santo, que desde que se ve una vez no se olvida. «¡Oh, qué hermoso!» exclamó
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sin poder contenerse. Miró don Saturno con sonrisa de lástima y dijo «Sí, es bonito,
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pero muy conocido». Y volvió la espalda a San Juan, que llevaba sobre sus hombros al
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pordiosero enfermo, entre las tinieblas. El señor infanzón dio un pellizco a su mujer,
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se puso muy colorado y en voz baja la reprendió de esta suerte. «¡Siempre has de avergonzarme!
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¿No ves que eso no tiene pátina?» Salieron de la sacristía. «Por aquí», dijo Bermúdez señalando
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a la derecha. Y atravesaron el crucero, no sin escándalo de algunas beatas que interrumpieron
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sus oraciones para descoser y recortar la coraza de fuego de Obdulia. La falda de raso,
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que no tenía nada de particular mientras no la movían, era lo más subversivo del traje en
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cuanto la viuda echaba a andar. Ajustábase de tal modo al cuerpo que lo que era falda
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parecía apretado calzón ciñendo esculturales formas, que así mostradas no convenían a la
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santidad del lugar. «Señores, vamos a ver el panteón de los reyes», murmuró muy quieto el
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arqueólogo, que iba ya preparándose en dos trocitos de su betusta goda y de su betusta
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cristiana. Y en honor a la verdad se ha de decir que un rey se le iba y otro se le venía. Esto es,
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que los mezclaba y confundía, siendo la falda de Obdulia la causa de tales confusiones. Porque
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el sabio no podía menos de admirar aquella atrevidísima invención nueva en betusta,
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mediante la que aparecían ante sus ojos graciosas y significativas curvas que él
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nunca viera más que en sueños. Con gran pesadumbre comprendía el devoto anticuario
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que el contraste del lugar sagrado con las insinuaciones talares del afandiño, en vez
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de apagar sus fuegos interiores, era alimento de la combustión que deploraba, como si a una
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hoguera la echasen petróleo. Entraron en la capilla del panteón. Era ancha, oscura, fría,
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de tosca fábrica, pero de majestuosa e imponente sencillez. El taconeo irrespetuoso de las botas
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imperiales, color bronce, que enseñaba Obdulia debajo de la falda, corta y ajustada. El estrépito
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de la seda frotándolas en aguas. El crujir del almidón de aquellos bajos de nieve y espuma que
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tal se le antojaban a don Saturno, quien los había visto otras veces. Hubieran sido parte a
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despertar de un sueño de siglos a los reyes allí sepultados, a ser cierto lo que el arqueólogo
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dijo respecto del descanso eterno de tan respetables señores. Aquí descansan desde la octava centuria
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los señores reyes Dón, y pronunció los nombres de seis o siete soberanos con variantes en las
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vocales, en sentir del lugareño, que siguiendo corrupciones vulgares, decía hué en lugar de hoy
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y otros adefesios. Estaba el de pueblo profundamente maravillado de la sabiduría y elocuencia de don
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Saturnino. Dentro de una cripta cavada en uno de los muros, había un sepulcro de piedra de gran
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tamaño cubierto de relieves e inscripciones ilegibles. Entre el sepulcro y el muro había
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estrecho pasadizo. De un pie de ancho y del otro lado, a la misma distancia, una verja de hierro.
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En la parte interior la oscuridad era absoluta. Del lado de la verja quedaron los lugareños.
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Bermúdez y en pos de Helobdulia se perdieron de vista en el pasadizo sumido en tinieblas.
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Después de la enumeración de don Saturno, hubo un silencio solemne. El sabio había tosido. Iba a
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hablar. —Encienda usted un fósforo, señor Infanzón, dijo Obdulia. —No tengo aquí, pero se puede pedir
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una vela. —No, señor, no hace falta. Yo sé las inscripciones de memoria y, además, no se puede leer.
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—¿Están en latín? se atrevió a decir la Infanzón. —No, señora, están borradas.
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No se hizo la luz. El arqueólogo habló cerca de un cuarto de hora. Recitó, fingiendo el pícaro
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que improvisaba, los capítulos primero, segundo, tercero y cuarto de una de sus betustas. Y ya iba
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a terminar con el epílogo que copiaremos a la letra, cuando Obdulia le interrumpió diciendo
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—¡Dios mío! ¿Habrá aquí ratones? Yo creo sentir. Y dio un chillido y se agarró a don Saturno que,
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patrocinado por las tinieblas, se atrevió a coger con sus manos la que le oprimía el hombro. Y
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después de tranquilizar a Obdulia con un apretón enérgico, concluyó de esta suerte.
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Tales fueron los preclaros varones que galardonaron con el alboroque de ricas
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preseas, envidiables privilegios y pías fundaciones a esta santa iglesia de Betusta,
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que les otorgó perenne mansión ultratelúrica para los mortales despojos. Con la majestad de
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cuyo depósito creció tanto su fama que presto se vio siendo emporio y gozó hegemonía —digámoslo
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así— sobre las no menos santas iglesias de Tui, Dumio, Braga, Iria, Coimbra, Viseo,
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Lamego, Celeres, Aguascalidas, et sic de Cuéteris. —¡Amén! —exclamó la lugareña sin poder
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contenerse, mientras Obdulia felicitaba a Bermúdez con un apretón de manos, en la sombra.
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- Idioma/s:
- Autor/es:
- Marco Vázquez
- Subido por:
- Marco Antonio V.
- Licencia:
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- Fecha:
- 22 de febrero de 2023 - 21:12
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