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El Principito- Cuarta parte cap 10-12
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Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330.
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Decidió visitarlos.
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El primero estaba ocupado por un rey sentado en un majestuoso trono.
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—¡Ah! —exclamó el rey—, aquí tenemos un súbdito.
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—¿Cómo es posible que me reconozca? —se preguntó el principito.
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Ignoraba que para los reyes todos son súbditos.
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—Aproxímate, para que pueda verte mejor —le dijo el rey,
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sintiéndose orgulloso del ser el rey de alguien. El principito buscó dónde sentarse, pero el
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planeta era tan pequeño que no cabía. Se quedó de pie, pero como estaba cansado, bostezó.
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La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey, le dijo el monarca. Te lo prohíbo.
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No he podido evitarlo, respondió el principito muy confuso. He hecho un viaje muy muy largo y
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apenas he dormido. Entonces, le dijo el rey, te ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar
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a nadie. Los bostezos son para mí algo curioso. Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno. Me da
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vergüenza, ya no tengo ganas. Bueno, te ordeno tan pronto que bosteces que no bosteces. Tartamudeaba
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un poco y parecía viejado, pues el rey daba gran importancia que su autoridad fuese respetada. Era
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un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables. —Si yo ordenara —le
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decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no
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me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía. —¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente
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el principito. —Te ordeno sentarte —le respondió el rey, recogiendo majestuosamente un faldón de su
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manto de armiño. El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba
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sobre quién podía reinar el rey. Señor, le dijo, perdone si le pregunto. Te ordeno que me preguntes,
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se apresura a decir al rey. Señor, ¿sobre qué ejerce su poder? Sobre todo, contestó el rey con
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gran ingenuidad. ¿Sobre todo? El rey con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas
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y las estrellas. ¿Sobre todo eso? Volvió a preguntar el principito. Sobre todo eso, respondió
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el rey. No era solo un monarca absoluto, era además un monarca universal. ¿Y las estrellas
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le obedecen? Naturalmente, le dijo el rey, y obedecen enseguida, pues yo no tolero la
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indisciplina. Un poder tal maravilló al principito. Si él lo hubiera detentado, habría podido
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asistir no a cuarenta y cuatro, sino a setenta y dos, o a una cien, o a una doscientas puestas
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de sol en el mismo día, sin necesidad de mover jamás la silla. Y como se sentía un poco triste
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por el recuerdo de su pequeño planeta abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey.
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—¡Quisiera ver una puesta de sol! ¡Dame el gusto! ¡Ordena el sol que se ponga!
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Si ordena un general que vuele de flor en flor como una mariposa, o que escriba una tragedia,
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o que se transforme en ave marina, y el general no ejecuta la orden recibida,
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—¿Quién, él o yo, estaría en falta? —Vos —dijo firmemente el principito. —Exacto, hay que exigir a cada uno lo que cada uno puede hacer —replicó el rey. —La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón. Si ordenas a tu pueblo que vaya a arrojarse al mar, hará una revolución. Tengo derecho a exigir obediencia porque mis órdenes son razonables.
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—¿Y mi puesta de sol? —respondió el principito, que jamás olvidaba una pregunta una vez que la había formulado. —Tendrás tu puesta de sol, lo exigiré, pero esperaré, con mi ciencia de gobernante, a que las condiciones sean favorables. —¿Y esto cuándo sucederá? —indagó el principito.
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—¡Ahem! —le respondió el rey, que consultó antes un grueso calendario. —Será a las... a las... será esta noche, a las siete y cuarenta en punto, y verás cómo soy obedecido.
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El principito bostezó. Lamentaba la pérdida de su puesta de sol.
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Y como ya se aburría un poco, no tengo nada más que hacer aquí, dijo al rey. Voy a partir.
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No partas, respondió el rey, que estaba muy orgulloso de tener un súbdito.
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No partas, te hago ministro.
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¿Ministro de qué?
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De... de justicia.
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Pero no hay a quién juzgar.
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No se sabe, le dijo el rey. Todavía no he visitado mi reino. Soy muy viejo, no tengo lugar para una carroza y me fatiga a caminar.
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Oh, pero yo ya lo he visto, dijo el principito, que se asomó para echar la otra mirada hacia el lado opuesto del planeta.
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No hay nadie allí. Tampoco.
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Te juzgarás a ti mismo, le respondió el rey. Es lo más difícil, es mucho más difícil juzgarse a uno mismo que a los demás.
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Si logras juzgarte bien a ti mismo, eres un verdadero sabio
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Yo, dijo el principito
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Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte
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No tengo necesidad de vivir aquí
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Dijo el rey
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Creo que en algún lugar del planeta hay una vieja rata
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La oigo por la noche
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Podrás juzgar a la vieja rata
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La condenarás a muerte de vez en cuando
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Así su vida dependerá de tu justicia
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Pero la indultarás cada vez para conservarla
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no hay más que una. A mí no me gusta condenar a muerte, respondió el principito, y creo que me
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voy. No, dijo el rey. Pero el principito, habiendo concluido sus preparativos, no quiso afligir al
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viejo monarca. Si vuestra majestad desea ser obedecido puntualmente, podría darme una orden
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razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, que parta antes de un minuto. Me parece que las
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condiciones son favorables. Como el rey no respondía a nada, el principito vaciló un momento
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y luego, con un suspiro, emprendió la partida. —¡Te hago embajador! —se apresuró entonces a
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gritar el rey. Tenía un aire muy autoritario. —Las personas grandes son bien extrañas —dijo
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a sí mismo el principito durante el viaje. El segundo planeta estaba habitado por un
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vanidoso. Ah, ah, un admirador viene a visitarme, gritó el vanidoso al divisar a lo lejos al
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principito. Para los vanidosos todos los demás hombres son admiradores. Buenos días, dijo el
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principito. Qué sombrero tan raro tiene. Es para saludar a los que aclaman, respondió el vanidoso.
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Desgraciadamente nunca pasa nadie por aquí. Ah, sí, preguntó sin comprender el principito. Golpea
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tus manos, una contra otra, le aconsejó el vanidoso. El principito aplaudió. El vanidoso
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le saludó modestamente levantando el sombrero. Esto parece más divertido que la visita al
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rey, le dijo para sí el principito, que continuó aplaudiendo mientras el vanidoso volvía a
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saludarle quitándose el sombrero. A los cinco minutos, el principito se cansó con la monotonía
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de aquel juego. ¿Qué hay que hacer para que el sombrero se caiga? preguntó el principito.
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Pero el vanidoso no le oyó. Los vanidosos solo oyen las garabantas. ¿Tú me admiras
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mucho, ¿verdad? preguntó el vanidoso al principito. ¿Qué significa admirar? Admirar
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significa reconocer que yo soy el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el
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más inteligente del planeta. Si tú estás solo en tu planeta, admírse a favor, admírame
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de todas maneras. Bueno, te admiro, dijo el principito encogiéndose de hondos, pero
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¿para qué te sirve? Y el principito se marchó. Decididamente las personas mayores son muy
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extrañas, le decía para sí el principito durante su viaje. El tercer planeta estaba habitado por un
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bebedor. Fue una visita muy corta, pues hundió al principito en una gran melancolía. ¿Qué haces ahí?
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preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de botellas vacías y otras
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tantas botellas llenas. Bebo, respondió el bebedor con tono lúgubre. ¿Por qué bebes? Volvió a
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preguntar el principito. Para olvidar. ¿Para olvidar qué? Inquirió el principito ya conmovido. Para
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olvidar que siento vergüenza, confesó el bebedor bajando la cabeza. ¿Vergüenza de qué? Se informó
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el principito deseoso de ayudarle vergüenza de beber concluyó el bebedor que se encerró nueva
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y definitivamente en el silencio y el principito perplejo se marchó no hay la menor duda de que
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las personas mayores son muy extrañas seguía diciéndose para sí el principito durante su viaje
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- 22 de abril de 2020 - 13:52
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