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Marcovaldo: Setas en la ciudad
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Lectura del primer capítulo de la obra Marcovaldo, del autor italiano Italo Calvino. Ilustrado por alumnos de 1º A y D de ESO del IES Valdebernardo
Primavera, setas en la ciudad.
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El viento que llega hasta la ciudad desde lejos trae consigo regalos inesperados, de los que sólo unos cuantos espíritus sensibles se percatan, como quienes padecen de fiebre de leno y estornudan por el polen de flores de otras tierras.
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Un día, quién sabe desde dónde, llegó hasta la franja de tierra de una calle de ciudad una ráfaga de esporas, y se formaron setas.
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Nadie se dio cuenta excepto el trabajador Marco Baldo
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que cada mañana cogía el tranvía precisamente allí
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Este Marco Baldo tenía una mirada poco adaptada a la vida de la ciudad
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Carteles, semáforos, escaparates, rótulos luminosos, anuncios
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por más estudiados que estuvieran para llamar la atención
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nunca lograban captar su atención que parecía vagar en la arena del desierto
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Mientras que una hoja que se marchitaba en una rama
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una pluma que se enganchaba en una teja
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nunca se le escapaban
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no había tábano sobre el lomo de un caballo
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boquete que no hiciera la carcoma en una mesa
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una piel de higo aplastada en la acera
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que Marco Baldo no notara
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y no le llevara a reflexionar
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descubriendo los cambios de estación
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los deseos de su alma
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y la miseria de su existencia
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Así, una mañana
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esperando el tranvía que le llevaba a la compañía Svab
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donde era mozo
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notó algo insólito cerca de la parada, en la franja de tierra estéril y seca que separa
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el arbolado de la calle. En ciertos lugares, al pie de los árboles, parecían crecer unas
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protuberancias que aquí y allá se abrían y dejaban aflorar unos redondeados cuerpos
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subterráneos. Se agachó para atarse los zapatos y miró mejor. Eran setas, setas de
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verdad que estaban brotando justo allí, en el corazón de la ciudad. A Marco Baldo le
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pareció que el mundo gris y mísero que le rodeaba se había vuelto de pronto generoso en riquezas
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ocultas y que algo se podía esperar aún de la vida, además del salario mínimo por hora, la
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gratificación, el subsidio familiar y el plus de carestía de la vida. En su trabajo estuvo más
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distraído que de costumbre. Pensaba que mientras él estaba allí descargando paquetes y cajas en
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la oscuridad de la tierra, las setas, que sólo él conocía, silencioso y lentamente, maduraban su
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pulpa porosa, asimilaban los jugos subterráneos, rompían la costra de los terrones. Bastaría una
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noche de lluvia, se dijo, y ya estarían listas para recoger. Y no veía la hora de compartir su
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descubrimiento con su mujer y sus seis hijos. Voy a decir algo importante, anunció durante la escasa
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cena. La semana que viene comeremos setas. Una buena fritura, lo aseguro. Y a los niños más
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pequeños, que no sabían qué eran las setas, les explicó con fervor la belleza de las distintas
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especies, la delicadeza de su sabor y cómo debían cocinarse. Tanto que logró despertar el interés de
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su mujer, Domitila, que hasta ese momento se había mantenido más bien incrédula y distraída.
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los niños. Dinos dónde crecen. Con esta pregunta, el entusiasmo de Marco Baldo fue
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frenado por un razonamiento suspicaz. Supongamos que les explico dónde están. Van a buscarlas
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con su habitual pandilla de mocosos, se corre la voz en el barrio y las setas van a parar
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a las cacerolas de otras. Así, el descubrimiento que de pronto le había colmado el corazón
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de amor universal. Ahora se convertía en obsesión por poseer. Le cercaba un temor celoso y desconfiado.
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El lugar donde están las setas lo sé yo y nadie más que yo, dijo a los chicos. Y ahí sí se escapa
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una palabra. A la mañana siguiente, Marco Baldo se acercó lleno de aprensión a la parada del
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tranvía. Se inclinó sobre la hierba y con gran alivio vio que las setas habían crecido un poco,
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no mucho, y aún estaban cubiertas casi por completo con la tierra. Seguía en esa postura
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cuando se dio cuenta de que había alguien detrás de él. Se levantó bruscamente y trató de aparentar
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indiferencia. Se trataba de un barrendero que, apoyado en su escoba, lo estaba mirando.
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Ese barrendero, en cuya jurisdicción se encontraban las setas, era un joven larguirucho y con gafas.
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Se llamaba Amadigi y hacía tiempo que a Marco Baldo le resultaba antipático
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Tal vez a causa de las gafas con las que escrutaba el asfalto de las calles
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En busca de cualquier rastro de naturaleza que enseguida eliminaba a Escobazos
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Era sábado y Marco Baldo pasó su media jornada libre
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Paseando con aire distraído por los alrededores del lugar
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Acechando desde lejos al barrendero
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Vigilando las setas y haciendo cálculos del tiempo que faltaba para que crecieran
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Durante la noche llovió. Igual que los campesinos se espabilan y saltan de alegría al oír las primeras gotas después de meses de sequía, así Marco Baldo, único en toda la ciudad, se levantó, se sentó en la cama y llamó a su familia.
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—¡Está lloviendo! ¡Está lloviendo! Y respiró el olor a tierra mojada y musgo fresco que llegaba de fuera. Al alba, era domingo, con los niños y un cesto prestado, corrió de inmediato a los árboles. Allí estaban las setas, firmes sobre sus pies, con sus sombreros elevados sobre la tierra todavía húmeda.
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—¡Viva! —gritaron y se lanzaron a recogerlas. —¡Papá, mira cuántas lleva aquel señor! —dijo
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Miquelino. Y el padre, alzando la cabeza, vio de pie junto a ellos a Madigi con un cesto lleno
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de setas bajo el brazo. —¡Ah, ustedes también las recogen! —preguntó el barrendero. —Entonces
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se pueden comer. Yo cogí algunas, pero no sabía si me podía fiar. Más allá, en aquella calle,
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han crecido unas todavía más grandes. Bueno, ahora que lo sé, voy a avisar a mis parientes
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que se quedaron allí discutiendo si convenía cortarlas o dejarlas. Y se alejó a buen paso.
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Marco Baldo se quedó sin palabras. Setas aún más grandes que no había visto. Una cosecha que ni
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soñaba y le era arrebatada así, en sus narices. Durante un momento permaneció casi petrificado
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por la ira, por la rabia, luego, como a veces sucede, el fuego de esas pasiones individuales
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se transformó en un arranque de generosidad. A aquella hora había mucha gente esperando el
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tranvía, con paraguas colgados del brazo, porque el tiempo continuaba húmedo e inestable.
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—¡Eh! ¿Les apetece una sabrosa fritura de setas esta noche? —gritó Marco Baldo a la gente que se
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golpaba en la parada. —¡Han crecido setas aquí, en la calle, todos detrás de mí! ¡Hay para todos!
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Y salió tras los pasos de Amadigi, seguido por un montón de gente. Encontraron setas para todos y,
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a falta de cestos, las metieron en los paraguas abiertos. Alguien dijo, —¡Sería bonito hacer
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una comida todos juntos! Pero en vez de eso, cada cual se llevó sus setas y se fue a su casa.
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Pero se volvieron a ver muy pronto
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De hecho, esa misma noche
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En el mismo pasillo del hospital
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Después del lavado de estómago que los había salvado a todos de la intoxicación
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Nada grave
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Porque la cantidad de setas que habían comido era bastante pequeña
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Marco Baldo y Amadigi tenían camas cercanas
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Y se miraban de reojo
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- Autor/es:
- Pedro Rojo Alique
- Subido por:
- Pedro Carlos R.
- Licencia:
- Reconocimiento - No comercial - Compartir igual
- Visualizaciones:
- 207
- Fecha:
- 23 de abril de 2020 - 9:34
- Visibilidad:
- Público
- Centro:
- IES VALDEBERNARDO
- Duración:
- 08′ 06″
- Relación de aspecto:
- 4:3 Hasta 2009 fue el estándar utilizado en la televisión PAL; muchas pantallas de ordenador y televisores usan este estándar, erróneamente llamado cuadrado, cuando en la realidad es rectangular o wide.
- Resolución:
- 1440x1080 píxeles
- Tamaño:
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